Page 251 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               podía impedir que mi memoria, a rachas, me trajera canciones, risas, juegos, marchas de
               trece años  atrás y también la desflecada calamidad en que todo acabó.  Sólo faltaron
               representantes de los barrios de la Alcazaba y de la Puerta de Elvira.
                     Me estaba yo dirigiendo, rodeado de notables, al gentío, que era muy numeroso,
               cuando se escuchó un ruido de armas o voces que anunciaban ruido de armas. La turba se
               alteró. Yo volví a recordar el siniestro remate del alarde. Las gentes del Albayzín y las de los
               Alijares me gritaron: ‘No tengas miedo, señor, que hemos de morir nosotros antes que tú’, y
               se lanzaron en tropel cuesta abajo.
                     Un hombre, cuya delgadez era tan grande como sus ojos, que dijo habitar en la
               Antequeruela, fue quien dio cuenta de lo que sucedía: los de la Alcazaba y Puerta de Elvira,
               determinados a pelear, habían levantado empalizadas en sus calles, y clausurado la Puerta
               de  Guadix y la del  Osario, a la otra orilla del  Darro.  Pedí al hombre que se aproximara.
               Avanzó entre la multitud. Era manco del brazo izquierdo.
                     —¿Por qué? —le pregunté.
                     Pensé inmediatamente que me iba a contestar la causa de su manquedad, pero no.
                     —Porque dicen que de ellos saldrán los rehenes y que no volverán más, igual que tú
               no has vuelto a la Alcazaba desde hace días, y que entrarán los cristianos y les robarán sus
               casas.
                     —Son cosas de almogávares y de gandules, señor —gritó otro hombre muy grueso
               con dos niños en brazos.
                     —¿No son soldados ellos? Pues que sean ellos quienes vayan a la guerra. Nosotros
               ya tuvimos bastante —voceó un anciano, apoyado en un retorcido bastón.
                     —Venid —dije a los notables, y me fui, con ellos y muchos ciudadanos, en busca de
               los descontentos.
                     Cuando me vieron llegar, agarraron con más fuerza las  herramientas que estaban
               usando para empalizar. No era momento de andarse con rodeos. Les hablé con parsimonia.
                     —He sabido que un número abundante de caballeros granadinos y algunos alcaides
               de aldeas negocian con los reyes cristianos  contra mi parecer.  Vosotros y yo somos, en
               común, quienes hemos de hacerlo.
                     Así han venido a pedírmelo vuestros superiores, y de lo hecho en  su nombre no
               pienso desdecirme.  Si alguien quiere pelear con ellos y conmigo, nos hallará en la
               Alhambra; pero si alguien tiene algo que pedir, o algo de que asegurarse, o entiende que
               algo no se realizó con rectitud, hable en su pro con su alamín y dele su poder, y que vengan
               a exponerme qué es lo que les inquieta y qué lo que les falta. Y no salga yo de Granada sino
               para bajar  al cementerio si dejo a mis vasallos indefensos.  No otra  cosa que ésa es ser
               sultán.
                     Tropecé, lo mismo que otras veces, con los ojos de Farax embebidos en mi voz; me
               escuchaba con la boca abierta, y yo, incapaz de evitarlo, sonreí. Fue entonces cuando la
               población entera resolvió enviar una embajada pública a los reyes cristianos. Muchos, por
               descontado, opinaron que todo era una estratagema, y que al cabo el pueblo me había
               venido a pedir lo mismo que yo ya había pactado. Quizá tampoco la política sea otra cosa
               que esa anticipación. El hecho es que la embajada la condujeron Aben Comisa y El Maleh, y
               encontraron al rey propicio y “ablandado”, y les otorgó cuanto le pidieron; a nadie se le
               ocurrió pedir más de lo ya concedido en las capitulaciones.
                     A los embajadores les regaló doblas y alhajas: unas para ellos, y otras para seguir
               “ablandando” resistencias, aunque dudo que las segundas llegaran a su destino.
                     Sin embargo, las embajadas particulares a Santa Fe eran más de día en día, y llegó a
               mis oídos lo avanzado de las negociaciones con los alcaides de Alfacar, la única fortaleza
               exterior que aún quedaba en mis manos; unas negociaciones que se desarrollaron sin mi
               consentimiento, y se firmaron precisamente el 20 de diciembre.





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