Page 256 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Tan absortos estaban, que hube de adelantarme hacia don Gutierre con las llaves de
               la Alhambra en las manos; se las tendí en silencio.
                     Él me reconoció, y me besó también las manos al tomarlas. Después de él, hicieron lo
               mismo los demás.
                     Yo le rogué al comendador de León con voz muy baja —el estupor y la expectación de
               la noche la agrandaban— que me diera un papel firmado con su nombre en que testificase
               como recibía la fortaleza y como el acto se hacía a su satisfacción. El recibo lo escribió un
               sacerdote de su comitiva; era rollizo y calvo y sacaba la lengua al escribir. Don Gutierre me
               lo alargó sin una sola palabra; sólo una acobardada sonrisa en algún rincón de su rostro. El
               patio todo era una muda bóveda. Alguien dejó caer una espada; el estrépito se desparramó
               sobre el pavimento y sobre el agua aterida del estanque.
                     —Ya no tenemos nada que hacer aquí.  Vamos —dije  a  Farax.  Y a  Nasim—:  Tú
               acompaña a los huéspedes. Y quédate con ellos, si es tu gusto.
                     Al salir  de la  Alhambra para ir a la  Alcazaba, donde por la tarde había mandado
               instalar a mi madre y a Moraima con sus damas, vi que las tropas de don Gutierre ocupaban
               ya las torres y los puntos más fuertes del recinto. Me cayeron encima los versos de Yarir:

                     “¿Qué mansiones son éstas que a un triste no responden?
                     ¿Es que han ensordecido, o es que son sólo ruinas?
                     Regresad, regresad a  aquella venturosa e inolvidable tarde; porque, si hubiesen
               muerto estas moradas, nosotros moriríamos.”

                     El día anterior había sido tormentoso; éste, por el contrario, amanecía limpio y azul. Si
               no hubiera sido por la temperatura, se habría dicho que era primavera.
                     —¿Y Aben Comisa y El Maleh? —le pregunté a Farax.
                     —No venían con don Gutierre: prefirieron quedarse en Santa Fe.
                     —Cobardes hasta el fin —murmuré, y miré el inabarcable cielo.
                     Nos cruzamos con un grupo de cautivos cristianos que subía la ladera de la Sabica.
               ‘Ya nadie me reconoce’, recuerdo que pensé. Y dije:
                     —Van a unirse a los otros.
                     Celebrarán juntos una misa de acción de gracias. —’¿Qué sitio habrán elegido para
               profanarlo el primero?’, me pregunté. Y me respondí: ‘No me importa: eso es cosa de Dios’.
                     Entrábamos en la  Alcazaba cuando oímos tres cañonazos.  Farax me  miró
               sobresaltado.
                     —Es la señal para advertir al campamento.
                     Me volví hacia el Levante.
                     —El sol no es fiel: acaba de salir cuando empieza para el Islam la luna nueva.
                     Luego, cerca de mis habitaciones, dije a los que me seguían:
                     —Aquel que pueda debe dormir algo.
                     —¿Me permites permanecer contigo? —me preguntó Farax.
                     —¿Es que lo necesitas? —Él asintió con desolación—. Pasa entonces.
                     Hacía frío en la alcoba, o lo tenía yo. Mandé avivar los braseros; uno despedía tufo.
                     —Que lo retiren —pedí—. Y que quemen un poco de madera de olor.
                     Farax puso su mano sobre la mía:
                     —¿Cómo te encuentras?
                     —No me encuentro. Y no quiero encontrarme. No me preguntes nada.
                     Quisiera dormirme, y despertar cuando todo esto empezara a olvidarse. O mejor, no
               despertarme nunca.


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