Page 261 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —¿Soy yo el rehén por la entrega de las armas, caballeros, o se prohíbe mi presencia
               en Granada para que no se rebelen, viéndome, mis vasallos? ¿Es que no he demostrado en
               demasía mis buenas intenciones?
                     —No sospechéis, señor, que ni don Rodrigo ni yo estemos implicados en este asunto.
               Hemos recibido noticia de él a la misma hora que vos.
                     Se notaba en su voz, en sus ojos, en sus manos el disgusto que le causaba; no quise
               aumentarlo con mis quejas. Les di venia para retirarse. El hermano del cardenal, gordo y
               bobo, anadeaba por la tienda.
                     —Vos también podéis retiraros, si así lo deseáis —le dije, y eso hizo.

                     El tiempo se había detenido, y, sin embargo, era ya de noche. Hernando de Baeza y
               Bejir jugaban al ajedrez en un tablero de ébano y marfil, colocado sobre un ataifor.
                     ‘Salvo el altar, todo es morisco aquí.  Cuánta dificultad van a hallar en tacharnos.’
               Farax y yo guardábamos silencio. Si lo miraba, lo descubría mirándome, y él desviaba los
               ojos. Me hizo recordar tanto a “Hernán” el perro que le golpeé con dulzura la cabeza.
                     Me vencía el cansancio; quise tenderme a solas. Un servidor me pasó, detrás de unos
               recargados tapices, a una alcoba donde había un amplio lecho. ‘¿Con quién dormirá aquí el
               cardenal, cuyos pecados (cuyos hijos) son, según creo, tan bellos?’ Me tumbé suspirando.
                     Cerré los párpados de plomo. Iba a dormir enseguida...
                     No fue así.  Al contrario: tomaron más cuerpo y más  voz y  más hostilidad  los
               fantasmas. Imaginaba lo que en la ciudad estaría sucediendo, e imaginaba lo peor, es decir,
               la verdad. Unos, ante la absoluta indefensión que suponía la entrega de las armas, habrían
               huido a la Sierra, y se hallarían allí, desarraigados, desprovistos, derrotados en todos los
               sentidos, entre la nieve, maldiciendo mi nombre.  Otros, dentro de la ciudad, sufrirían
               infracciones, que yo no sabría nunca, de los pactos firmados: soldados en sus casas
               mirando a sus mujeres con ojos lúbricos; oficiales acogidos por azorados y temblorosos
               cortesanos; los salones de la Alhambra abarrotados por una soldadesca ebria de vino y de
               excitación tartamuda; calles repletas de una tropa indómita y zahareña; el cardenal, cuyo
               aposento ocupaba a la fuerza, entonando cánticos a otro Dios, que escandalizarían nuestros
               muros y estremecerían el agua de nuestras albercas, que ascenderían hasta los
               artesonados conmoviéndolos de consternación y de tristeza; caballos cristianos relinchando
               en nuestros establos, si era en nuestros establos y no en nuestras mansiones donde habían
               instalado sus pesebres... ¿Y mis hijos? ¿Y Moraima? ¿Llevarían los cristianos su avilantez
               hasta un extremo que no me toleraba ni temer? Sentí un violento impulso de escapar de allí
               y de ponerme al frente de mis granadinos,  o de ordenar a  Farax que galopase hasta
               Granada y trasmitiese de boca en boca una sentencia de muerte contra cuantos cristianos
               tropezase, de degüello contra los borrachos, de estrangulamiento contra los dormidos, de
               acuchillamientos de los centinelas por la espalda. Se desplomaba el mundo sobre mí; me
               veía trastabillando y a tientas por lóbregas e insondables calles desconocidas en las que me
               cruzaba con gente de rostro confuso y empapado de sangre, con  mujeres que gritaban
               injurias  contra mí y en  los brazos  acunaban niños muertos, con soldados a los  que les
               faltaban piernas o brazos, o que caminaban erguidos y solemnes con su cabeza cortada
               entre las manos... Y me dolía, como cintarazos rítmicos y salvajes, el ruido de las armas que
               caían, amontonadas unas sobre otras, en medio de una plaza, bajo un almez negro cuyos
               frutos eran globos de ojos sin rostro. Grité. Grité... A mi lado estaba Farax.
                     —Has tenido una pesadilla.
                     —Sudaba, tiritaba, y un ronco quejido salía de mi garganta—.
                     ¿Deseas esperar el día para volver a la Alcazaba?
                     —¿Es que puedo volver? —pregunté con ansiedad.
                     —Si quieres, sí.
                     —Vamos cuanto antes.



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