Page 265 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               hijos de  Soraya.  Ella, que confesó públicamente haber sido violentada para renegar,
               recuperó su nombre de Isabel de Solís.
                     Sus hijos se llamaron Fernando y Juan, porque sus padrinos de bautismo fueron el rey
               y el príncipe heredero.
                     Me estaba poniendo al tanto de estos pormenores y del título de Infantes de Granada
               que los reyes les habían concedido, cuando caí en la cuenta de que aquella dama de la
               reina cuyo rostro me pareció ya visto el día de la entrega era precisamente Soraya. Con los
               ropajes cortesanos de Castilla, peinada y tocada de otra forma, no la identifiqué. Pero en
               ese instante me vino a las mientes, como si lo estuviese volviendo a ver, su porte desafiante
               y altanero y el indecible desprecio con que me contemplaba. También a mi pesar, sonreí;
               me pregunto por qué me hacen sonreír siempre las pequeñas miserias de los  hombres:
               ¿acaso no soy yo un dechado de ellas?

                     Estábamos almorzando en la Alcazaba, con la informalidad no del todo desagradable
               que da a ciertos actos el ser accidentales, cuando llegó un mensaje del conde de Tendilla.
               El conde, como supuse bien, residía en mi  palacio de  la  Alhambra “por ser  el mejor
               acondicionado y el más habitable, no por otra razón”, según había explicado.
                     Su mensaje decapitó el almuerzo.
                     Era una carta en la que, aparte  de fórmulas corteses,  aunque no  excesivas, me
               comunicaba que se agradecería que abreviase cuanto me fuera dado mi estancia en
               Granada.
                     Como no escaparía a mi penetración, se prestaba a malas interpretaciones, alentaba
               ciertos  sentimientos adormecidos  en el ánimo de los ciudadanos,  soliviantaba el lógico
               desenvolvimiento de las trasmisiones, y obstaculizaba la sedimentación de unos procesos
               que los reyes deseaban acelerar.  El conde, en nombre de sus  soberanos, salvo que mi
               opinión fuese diferente, lo que no les complacería, osaba sugerirme que la alquería de
               Andarax, en el centro de la taha de ese nombre, era el lugar ideal para mi retiro con toda mi
               familia.
                     “Con toda” —apostillaba—, “excepto con los príncipes  Ahmad y  Yusuf, que han
               resuelto los reyes que  permanezcan en  Moclín” bajo la custodia de mi ya conocido don
               Martín de Alarcón. Seguramente no era mucho pedir de mi comprensión que entendiera que
               mis hijos serían no unos rehenes —eso de ninguna manera—, sino un lenitivo para el recelo
               que acaso podrían sentir sus altezas ante la posibilidad —no dudaban que improbable— de
               un alzamiento de los naturales de “esta tierra”, en tanto el que había sido su régulo habitase
               en ella.
                     —No lo puedo entender, porque no lo veo claro —dije—. Si me voy de Granada, mis
               hijos me acompañan. Eso es lo que quiere decir “esta tierra”.
                     —Su sentido es algo más amplio, al parecer —me aclaró el mensajero—. Yo diría que
               se refiere a todos los dominios de sus altezas.
                     Moraima sollozó. Me resistí a mirarla.

                     No nos valió de nada que Moraima tratara de entrevistarse con la reina Isabel: no se le
               otorgó audiencia. Yo, por mi parte, busqué a don Gonzalo por toda Granada; tras muchas
               indagaciones, se me sugirió que, no conforme con el cariz que tomaban las cosas, se había
               retirado a su alcaidía de Illora. Intenté llegar hasta él saliendo de incógnito de la Alcazaba;
               fui descubierto, sospecho que por la delación del mismo centinela que yo había sobornado.
               Se me requirió a abandonar Granada dentro de los dos días siguientes, y a no mostrarme
               entretanto fuera de mi  residencia,  a cuyas puertas se puso una discreta guardia.  Volví a
               sobornar a unos altos caballeros cristianos —por fortuna gente venal que cumple, no como
               el centinela, hay en todas partes, no sólo entre nosotros—, y les encomendé una carta mía a
               don Gonzalo. Le exponía en ella el caso que nos atribulaba, y le recordaba con infinita pena
               sus ofrecimientos.


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