Page 269 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
y hasta las grandes piedras que los forman son benignas y suaves. Después de su
estridente afirmación, muestra en ella la Naturaleza su afabilidad.
Cuando llegamos al valle de Andarax estábamos rendidos. Fue ese benevolente
cansancio el que me impidió recordar —lo cual hubiera sido aún más desgarrador— la
escena con mi tío Abu Abdalá. Pensé que el rey Fernando, en castigo por mi conquista de
entonces y por la posterior sublevación del “Zagal”, había designado Andarax como sede de
mi destierro, y centro del agreste señorío que se dignó adjudicarme.
Miré a mi alrededor como el preso que contempla su celda cuando le empujan a ella y
escucha rechinar tras él la reja. Serrijones sin gracia, bajo una llovizna, asistían nada
acogedores a nuestra aparición. La tierra se mostraba inculta y mustia por los vaivenes de la
guerra. Junto a la nava, una hondonada, y luego un lento ascenso. A la derecha se iniciaba
una sierra de matojos sombríos. En la rasa habían construido, y destruido, la alcazaba,
contra una suave ladera, frente a una cadena baja y agallonada de montes áridos que,
cuando el sol logró hacerse sitio entre la lluvia, se embelleció muy lentamente. El arco iris
abrió su precaria cola de pavo real en medio de los cielos. Miré a Moraima, y ella me miraba.
Una bandada de torcaces giró arriba en el aire... ¿Lo que nos restara de vida lo tendríamos
que vivir aquí?
‘Por el momento, ésta es mi casa’, me dije.
Mi madre, antes de entrar en la alcazaba, detuvo en mí sus ojos, secos y muy duros.
Las mujeres lloraban; los cortesanos que me habían seguido empezaban acaso a
arrepentirse; la servidumbre se había arrepentido hacía ya mucho.
Moraima me aguardó para entrar a mi lado.
—Ahora yo soy tu reino: ¿qué importa lo demás? —me dijo con ternura.
Farax y Bejir nos rodeaban con un respeto no exento de ceremonia, como si aquellas
ruinas fuesen uno de los palacios de la Alhambra.
Detrás de nosotros entraron Aben Comisa, El Maleh y, más alegre que ninguno —para
lo que no se necesitaba demasiada alegría—, Abrahén el Caisí.
Es aquí donde he escrito estos papeles últimos.
Hoy me ha dado por meditar sobre una cuestión muy relacionada con mis penas. Si la
religión nos es otorgada por Dios, se nos otorgará para nuestro consuelo: ¿y cómo puede
malograrse hasta convertirse en fuente de los mayores males? El hombre, aunque lo olvide,
es un ser débil y efímero, que vive un poco y muere; un ser que transcurre a través de un
universo indiferente.
Las religiones tienden a solidificarlo, a darle fuerza y peso, como las piedras que
algunos campesinos ponen en los bolsillos de los niños para impedir que el viento los
derribe. ¿De dónde viene, pues, ese afán, en apariencia desprendido, que lanza a unos
contra otros porque sus formas de adorar a Dios son diferentes? ¿No fueron hechas quizá
para coexistir?
Cuántas contradicciones en el comportamiento de los hombres, y no sólo en su
comportamiento, sino en su misma esencia. A no ser que se halle bajo tales contradicciones
una idea persistente; pero ¿cuál?
Nuestra religión es, en principio, respetuosa: el judaísmo y el cristianismo no son para
nosotros religiones extrañas; la salvación es susceptible de ser alcanzada también por sus
caminos, y no puede la fe coaccionarse. ¿No fue Ibn Arabí quien dijo: ‘Mi corazón es pasto
para las gacelas, un convento para los monjes cristianos, un templo de ídolos, la Kaaba del
peregrino, las tablas de la Torá y el libro del Corán’? ¿Y no añadió: ‘Practico la religión del
amor; en cualquier dirección que progresen sus caravanas, la del amor será mi religión y mi
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