Page 274 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               yo me sienta comprometido a oír y a ver y a acariciar —a vivir, en una palabra—; porque con
               mis ojos y mis oídos y mis manos, ven y oyen y acarician los que llamamos muertos acaso
               desacertadamente.  Otra limpia mañana vendrá, y yo ya no estaré.  Estarán estos libros y
               algún otro lector.
                     Y acaso él  recordará mi nombre sin facciones, y yo  veré por medio de sus ojos, y
               escucharé la armonía del mundo por medio de sus oídos, y acariciaré el aire azul y gozoso
               con sus manos.  Para mí entonces, dormido sin remedio, se rendirá y se consumará la
               impetuosa carrera de la vida: la carrera que hoy me toca a mí seguir en el puesto de quienes
               antes la corrieron.

                     Leo la poesía de los viejos poetas de Bagdad o de Córdoba, de Sevilla o de Murcia, o
               de los más antiguos aún y de más remotas tierras, cuyo lenguaje es casi incomprensible
               porque la expresión de la vida se ha transformado más que la propia vida. Con los poemas
               viajo “en compañía de guerreros de pelo crespo, que afrontan la muerte sonriendo, como si
               perecer fuese su fin único: beduinos de pura  sangre que, cuando relinchan los caballos,
               saltan impetuosos de la silla, llenos de brío y de placer...
                     Lo que más les complace es matar adversarios, pero el destino tampoco les prolonga
               mucho su plazo, después del de sus víctimas...”

                     Estos versos los escribió un poeta de Cufa, que pensó de sí mismo lo que yo de los
               libros:

                     “Irán mis versos al Oriente, hasta donde ya no hay más Oriente, y al Occidente, hasta
               donde se acaba el Occidente.”

                     En los poemas de los viejos poetas leo las quejas tan vivas de sus amores, y leo la
               agitación de sus corazones cuando fueron correspondidos.
                     La poesía me alcanza más cuando brota del libro, y se despierta de él, como de un
               lecho, y es abrazada por la voz y desperezada por la música. Me gusta leérsela, armonizada
               con algún instrumento, a Moraima y a Farax, cuando los demás se han retirado, y provocar
               en ellos el “tarab”: la alteración física por la tristeza o por la alegría, el éxtasis, el rapto.
                     —En tanto que el “tarab” te bambolee —me dijo anoche Moraima—, nada se habrá
               perdido.
                     Y me lo  dijo ella,  que, recostada entre los almohadones, había sollozado
               irreprimiblemente con el poema que le leí, mientras Farax arrojaba, delirante, los dátiles de
               una bandeja por la ventana, y se golpeaba después con la bandeja en la frente. Decía así el
               poema:

                     “Grita mi nombre cuando muera.
                     El llanto aquí no cabe: todavía la boca no me sabe a ceniza.

                     Inmóvil esta luz se rezaga sobre el jardín.
                     Cansada y no marchita retorna a las constelaciones de las que descendía.
                     Sobre nosotros caerá lo oscuro en vano, porque el sol, al acecho en su cubil, maquina
               la venganza.

                     Desterrados del mediodía, la oquedad pronto de la tarde nos sorberá como el jugo a
               una toronja.
                     Astros desorbitados nos vigilan.
                     De par en par abiertos estamos a la noche; el insomnio es nuestro único armamento,
               y, alrededor del agua, la planicie perfuma.

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