Page 278 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               determinaría a trasladarme también con el resto de mi familia.  En contra, que, si por
               cualquier aciago accidente, mis hijos mueren, o caen en poder de un reyezuelo interesado
               en utilizarlos en su provecho, yo no pasaría jamás a África. Y, en el fondo, que pase es lo
               que están procurando los reyes. Les estorba mi estancia en su territorio, aunque sea tan
               reservada y tan mansa, como estorba una mancha de sangre, por muy seca que esté, en un
               traje de fiesta.

                     Hoy  Moraima ha sufrido un desmayo.  Habíamos salido a ver los brotes del jardín.
               Siempre me ha impresionado observar cómo la delicadeza de un tallo —que no es nada,
               sino un presentimiento verde, una debilidad que un niño pequeño quebraría con su dedo—
               rasga un tronco agrietado y robusto, que ha resistido años y tempestades, y lo sobrepasa.
               Ante un retoño lo comentábamos Moraima y yo, cuando de pronto se ha llevado una mano a
               los ojos, ha movido la cabeza a un lado y a otro con suavidad, y se ha desplomado. Sólo me
               ha dado tiempo a alargar los brazos para evitar que se dañara contra el árbol o el suelo.
               Aturdido y sin saber qué hacer, le hablaba en voz baja, repetía su nombre, la sacudía con
               dulzura, le pedía que volviese pronto en sí, no sé qué le pedía.
                     Por fin —no ha tardado mucho en reanimarse—,  Moraima ha abierto los ojos, ha
               sonreído un poquito, y me ha dicho:
                     —Estabas diciéndome algo, Boabdil. Perdóname, pero no te he oído bien.
                     La he besado en los labios, y se ha ensanchado su sonrisa.
                     —No hay mal que por bien no venga —ha  susurrado—. ¿Me quieres ayudar a
               levantarme?

                     A instancias de  Moraima, he empezado a salir de caza.  No  me atrevo a alejarme
               mucho, ni a pasar fuera más de dos o tres días, porque me preocupa ella.  Está
               notablemente más delgada. Hasta mi madre, que no se fija más que en lo que le atañe, lo
               comentó la semana pasada.
                     —Quizá deberías de fijarte un poco más en Moraima, ahora que no tienes nada más
               acuciante que hacer —me dijo con elocuente ironía.
                     Nunca he sido un ardoroso aficionado a cazar. Comprendo que un infante de Castilla,
               en una época en que la realeza no estaba reñida con la cultura, escribiese que la caza es
               ‘cosa noble y apuesta y sabrosa’, pero, por mucho que lo intento, no logro que me guste su
               sabor. Reconozco que ayuda a paliar los daños que trae el ocio para el alma y el cuerpo. Y
               el ejercicio que supone, y la congregación de los amigos, y la sana rivalidad, y las huidizas
               aves, y la prodigiosa presteza de  los perros,  me atraen.  Sin embargo, una vez  ojeada y
               localizada la presa, yo detendría la marcha que ha conducido a ella.  Porque también me
               atraen la elegancia de las garzas y la sombría tozudez del jabalí y el lastimero ajeo de la
               perdiz y la coronada agilidad del venado.
                     Esta actitud no creo que proceda, contra lo que dice Farax, de un exceso de blandura
               o de sentimiento; ni siquiera de una identificación con las víctimas, comprensible puesto que
               yo soy una. Es más bien porque hallo tan espléndida la vida de los animales, tan sujeta y
               bien regida  por las leyes de la naturaleza, tan en consonancia con ella, que la caza por
               juego la considero como la infracción de un código que desconozco y que nos sobrepuja, al
               que un día estuvimos subordinados todos, y que el hombre comenzó a desdeñar cuando
               comenzó a perder, frente a lo que él opina.
                     Hasta mí no llegó la colección de animales exóticos que hubo en el bosque bajo de la
               Alhambra, que tanto me ponderaron en mi infancia como un dato de la disipada refulgencia
               familiar.  Y  es cierto que tampoco he cazado mucho en los bosques de  la  Sierra.  Mi
               experiencia es muy corta: siendo adolescente, durante un mes de octubre, fui con mi tío a
               los montes de Fiñana, y maté un jabalí. Tardé mucho en olvidar —no lo he conseguido del
               todo— el rojizo rencor que había en su ojo, sólo vi uno, con el que me odió mientras moría.
               ¿Por qué inescrutable instinto  supo que era precisamente de mí de quien su muerte
               provenía?  Si rememoro con nostalgia aquellas jornadas es por la proximidad de  Abu
               Abdalá, que con el aislamiento se acentuaba, y no por la mortandad que sembramos  a


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