Page 279 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               nuestro alrededor (por  descontado, él mucho  más que yo).  Matar a un ser cuya única
               posesión es la vida —no complicada, ni multiplicada, ni embellecida como la de los hombres
               puede ser, sino la vida pura y simple— es acaso el más grave de los delitos para mí. Dice
               Pero López de Ayala, un canciller cristiano, que en la caza los hombres toman el placer sin
               pecado, sirviéndose y aprovechándose de las cosas que Dios crió y puso a su servicio. A mí
               me gustaría estar de eso tan persuadido como él.
                     Aunque es posible que este razonamiento sea un mero y superficial ejercicio de
               dialéctica.  Yo no desprecio un asado de buey o de cordero, y los tengo por excelente
               comida; en la Fiesta de los Sacrificios, aunque sobreponiéndome, yo degüello al carnero; y
               no se me ocurre hacerle ascos a un guisado de liebre: anteayer lo he comido. Acaso es una
               prueba más de mi egoísmo el que procure no ser yo quien extinga una vida, pero disfrute
               después de que otros lo hayan hecho. O a lo mejor, en definitiva, no es una cuestión de
               ética, sino de estética: cortar en flor un salto, un vuelo, un canto, un bramido de celo, no me
               produce satisfacción ninguna, sino más bien  remordimiento por haber interrumpido su
               hermoso frenesí.
                     Claro que,  aparte de  mis libros,  ¿qué otras distracciones puedo encontrar aquí?
               Durante unas semanas he mezclado ambos ejercicios:  la lectura y la caza.  He traído
               conmigo varios libros sobre ella. El mejor —del que todos proceden— es el de Isa Ibn Alí
               Azadi, tan sabio en cetrería e ilustrador de los cristianos. Su minucioso tratado se refiere,
               aparte de las aves y los perros, al modo de correr liebres y preparar las redes, al tiempo del
               reclamo y  a los parajes favorables al rececho.  No creo que nadie haya entendido de
               animales tanto como él.
                     Moraima me oyó un día hablar, entre suspicacias, del “Libro de la caza” de don Juan
               Manuel, y de las dieciocho aves amaestradas que, a su juicio, ha de tener todo gran señor
               para lograr una caza cumplida.  Con habilidad y paciencia, encargando a éste,
               comprometiendo a aquél, la constante  Moraima, en poco tiempo, ha reunido el bando
               entero: un gerifalte y un sacre, que son garceros competentes; cuatro neblíes abaneros, que
               no proceden precisamente de  Niebla, sino de muchísimo más al  Norte; seis baharíes de
               patas muy rojas, que mantienen entre ellos sigilosas y crueles enemistades; un azor, cuya
               ralea son las perdices;  otro, cuya ralea son los ánades, y un tercero, cuya ralea son las
               garzas; un borní, que Abrahén el Caisí descubrió en una zona pantanosa cercana, y que es
               perseguidor de liebres; un gavilán, para dedicarlo a las garcetas y pájaros pequeños, y un
               esmerejón, muy parecido al azor, y al que yo ni de nombre conocía. Por si esto fuera poco,
               superando  el elenco de don  Juan  Manuel,  Moraima lo ha completado con dos halcones,
               malhumorados y cejijuntos: uno proviene del norte de Europa, y su precio ha sido un buen
               caballo, y el otro, un alfaneque, proviene de Marruecos.
                     —Y su precio ha sido un buen camello, ¿no es eso? —bromeé.
                     —No —me contestó Moraima riendo—, es un regalo del sultán.
                     —El Albayzín fue durante mucho tiempo el arrabal de los halconeros —agregué, y me
               volví a extraviar en el profuso bosque del recuerdo.
                     —Boabdil —me reclamó Moraima tocándome la mano—, aún sigo aquí.
                     Sé en qué pensabas; pero ¿tú sabes en lo que pensaba yo? En un poema que me
               recitaste en Porcuna: aquél que le destinó un secretario a Mutawaquil, el valiente sultán de
               Badajoz. Me olvidé del principio; lo sustancial es esto:

                     “Tú, que adornaste mi cuello con  el collar de tus favores, adorna mi mano con  un
               halcón ahora.
                     Hónrame con uno de alas límpidas, cuyo plumaje se haya combado frente al viento del
               Norte.
                     Lleno de orgullo saldré con él al alba, y jugará mi mano con el viento para apresar lo
               libre con lo preso...”

                     —En Granada había halcones —murmuré.


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