Page 266 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Todo nos decía ya adiós.  Partimos de  Granada el día 25 de enero.  Aún no había
               amanecido.
                     La tarde anterior Moraima y yo nos despedimos de nuestros hijos.
                     Don Martín de Alarcón vino a llevárselos. No intentaré expresar lo que sentíamos. La
               certidumbre de que ningún sacrificio, de que nada de lo dolorosamente aceptado, ni
               nuestras renuncias, habían sido mínimamente útiles, nos hacía mordernos los labios para no
               romper en lamentaciones delante de los niños.
                     Ambos nos miraban sin comprender por qué  nos separábamos.  En vano  procuré
               explicarle al mayor la desdicha que envuelve a veces el destino de  las familias regias, y
               cómo los privilegios son contrapesados siempre por deberes crueles.
                     —Eso lo sé —me asestó mirándome con provocación.
                     Por un lado me sentí orgulloso de él, y por otro, herido ante mi impotencia de aclararle
               muchas cosas, acaso imposibles de aclarar a quien por sí mismo no las imagine.  Se me
               ocurrió confiarle la guarda de “Hernán”, como prenda de que muy pronto los tres estarían
               con nosotros, y los dejamos irse hacia Moclín, rota el alma, en manos del comendador, que
               ahora los guardaba a ellos como antes me había guardado a mí.

                     El resto del día lo pasé ante un ajimez contemplando la  Sabica, ribeteada por la
               portentosa diadema de la Alhambra. En la Torre del Homenaje se alzaba una alta cruz; en la
               de Comares, los pendones de Santiago y el real. Me habían dicho que la cruz era la del
               cardenal Mendoza, y que la levantó el confesor de la reina, al que habían consagrado ya
               obispo de  Granada: un fraile desmedrado, de una gran  nuez y ojos centelleantes que vi
               pasar un día, montando un asno sucio, por la puerta de la Alcazaba. Gutierre de Cárdenas
               plantó el pendón de Santiago, y Tendilla, el de los reyes. Locura parecía que una ciudad
               pudiese cambiar tanto en tan corto plazo.
                     Mientras se desplegaba sobre el valle y las  colinas una gélida noche de seda, se
               pusieron de pie dentro de mí  mi infancia toda, mis gracias y desgracias, mi obstinado e
               incomprensible deseo de vivir, que ahora me abandonaba.  Escuché las voces de los
               centinelas, que ya ni se gritaban ni se respondían en mi lengua, unos relinchos, la percusión
               de unos cascos sobre un empedrado: ruidos algunos sólitos, y otros que en tal grado no lo
               eran que podría engañarme pensando que me había dormido y que soñaba.  Ascendía
               desde el patio la voz de Farax, ocupándose de la expedición, porque él y Bejir, como Aben
               Comisa y El Maleh y El Caisí y otros muchos, nos acompañaban. Las tajantes órdenes de
               mi  madre habían dejado de oírse hacía ya rato.  Ella vendría con todas sus mujeres; sus
               literas estaban dispuestas desde el día anterior. Un silencio total y súbito llenó el paisaje, la
               ciudad, la casa. Querría haber escuchado, para mi consuelo, la callada música visual de las
               estrellas. En cambio, escuché a Ibn Zamrak:

                     “La Sabica es una corona sobre la frente de Granada en la que aspiran a engarzarse
               los astros.
                     La Alhambra —Dios la guarde hasta el fines un rubí en la cimera de la corona.
                     Su trono es el Generalife; su espejo, la faz de los estanques; sus arracadas son los
               aljófares de la escarcha.”

                     ‘Granada —pensé— es para mí lo mismo que fue Jalib: alguien a quien se ama y que
               se deja amar, pero a quien le es imposible correspondernos.  Huir de ella —me dije—, y
               convencerme de que ha dejado de existir, de que nunca ha existido. Pero ¿y Subh, y Faiz el
               jardinero, y los amados puntales de mi niñez, Yusuf mi hermano, el mismo Jalib, muerto en
               una de las estribaciones de esa Sierra que blanquea en la noche? ¿Y yo? ¿Es que yo nazco
               ahora, sin pasado, sin presente siquiera?’ Me cubrí la cara con las manos, abrumado por un
               peso insoportable, más oneroso cuanto más trataba de disimularlo ante los otros... Alguien
               me acarició el pelo como se hace con un niño despeinado; una boca maternal emitió esos
               leves chasquidos con que se tranquiliza a un niño que despierta, aunque no del todo, en
               medio de un mal sueño. Moraima, porque era ella, se inclinó y me besó en la frente. No sé el
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