Page 264 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               también era probable que la inestabilidad y el descabalo convirtiesen el momento en el peor
               de todos. Se lo expuse a Moraima. Ella prefería que continuasen administrando sus bienes
               las mismas personas que hasta ahora lo habían hecho.
                     —En todo caso —añadió—, que sean nuestros hijos los que vendan, si es su gusto,
               cuando llegue la hora. Me dolería dejarlos sin algo mío en una tierra que habría sido toda
               suya.
                     No se dejaba traslucir ni un reproche en su voz: sólo sencillez y naturalidad. Sonreía
               de forma encantadora. Yo aproveché la oportunidad:
                     —Tu hijo Ahmad no me quiere.
                     Estoy seguro de que reprueba lo que he hecho.
                     —Tiene once años, Boabdil.
                     Nadie le ha hablado con conocimiento de causa.  A su edad sólo se espera de un
               padre que sea un héroe: el amor se confunde con la admiración.
                     —Tú nunca te sentiste defraudada por el tuyo; y, de niño, yo por el mío, tampoco.
                     —Hay heroicidades más evidentes, Boabdil. La tuya es recóndita, difícil de descubrir
               para cualquiera, cuanto más para un niño; ya la irá descubriendo. Que no te angustie eso.
               Ahora nos quedaremos solos, como una familia corriente que se reúne y no tiene otro oficio
               que ella misma. Te garantizo que Ahmad te quiere más que a mí, y por eso te exige más
               que a mí. Su reacción es la prueba más clara.

                     Mi madre, que seguía enferma al parecer, me transmitió un recado que no dejó de
               sorprenderme: ‘Por lo que a mí y a tu hermana se refiere, despreocúpate de todo: te sobrará
               con tus propios desvelos’.
                     Ellas ya habían tomado las resoluciones pertinentes en cuanto a su fortuna inmueble.
               Incluso —agregó la camarera—  mi madre había solicitado de los reyes, y obtenido, una
               escritura separada de las capitulaciones que le atañían. Esa copia, firmada por sus altezas,
               tenía fecha del 15 de diciembre, o sea, era más de dos semanas anterior a la entrega. No
               supe si entristecerme por la desconfianza, o alegrarme por el respiro que representaba. Una
               cosa era innegable: imposible darme a entender mejor que mi madre iba a seguir siendo la
               mujer horra e independiente que había sido hasta ahora.

                     Tanto para la interpretación e inteligencia de las cláusulas acordadas cuanto para la
               resolución  de los problemas jurídicos, no siempre simples, que nuestro exilio planteaba,
               todos los familiares recurrían a mí. A mí, que era quizá el menos hábil y el menos enterado,
               puesto que me había volcado por completo en otros asuntos menos personales.  Eso me
               hacía aplazar la salida de Granada, que me apremiaba más cada hora.
                     Pasados unos días, un anochecer borrascoso, me trajeron la noticia de que el príncipe
               Yaya sería nombrado alguacil mayor de Granada, en sustitución de Aben Comisa; por ese
               cargo iba a corresponderle la custodia de las capitulaciones. Al saberlo, no pude menos de
               sonreír. Dos días después solicitó ser recibido por mí. Lo rehusé, entre otras razones porque
               estimaba que él tampoco deseaba de veras que lo recibiese, y que su petición respondía a
               una mera exigencia de la etiqueta del caído emirato. Él había decretado la muerte de mi
               hermano Yusuf; él había traicionado y vendido al “Zagal” y a mi pueblo; él se había puesto
               contra nosotros al servicio del enemigo. Después de tanto tiempo y tantas amarguras, ¿qué
               sentido tendría nuestro encuentro, a no ser el de tomarme la justicia por mi mano? Era mejor
               venganza dejárselo vivo a los reyes.

                     En uno de los salones de la Alhambra —como no volví a ver a Nasim, ignoro en cuál
               exactamente, pero alguien me aclaró que en el del  Consejo—, se había instalado
               provisionalmente una iglesia cristiana, a la espera de decisiones posteriores; yo me figuraba
               cuáles  serían, y arreciaba mi impaciencia por irme.  Una de las  primeras ceremonias
               religiosas que allí se celebraron fue la del bautizo de Cad y Nazar, mis hermanastros, los


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