Page 260 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Señor —me dijo don  Gonzalo con un tono azorado—, ha habido una orden mal
               dada, o una contraorden.
                     No os alteréis; nada ha ocurrido que sea irremediable. Don Martín de Alarcón, desde
               Moclín, ha llevado a vuestro hijo  a la  Alcazaba.  Es de suponer que a estas  horas se
               encuentra en brazos de su madre.
                     No hice ningún comentario.
                     Temía algo peor. Era cuestión de una hora más.
                     En ese momento entraron en el aposento Aben Comisa y El Maleh. Traían unas caras
               que a ellos les parecían de circunstancias; estuvieron a punto de hacerme reír.
                     Falsamente contritos y serviles, me besaron el brazo y la mano. No les pregunté por
               qué no volvieron la noche anterior a la ciudad: lo sabía; ni por qué no se habían ocupado en
               recoger a  mi hijo  Ahmad.  Ellos, sin embargo, se apresuraron a  darme una miserable
               explicación.
                     —Se nos ha rogado, señor —fue Aben Comisa quien habló—, que permanezcamos
               junto a los rehenes que ayer trajimos de Granada.
                     Nuestra asistencia, según sus altezas, reforzará su seguridad.
                     —Luego balbuceó como si dudase en decirme, o en cómo decirme, lo que seguía. Me
               puse en guardia—.  El jefe de este campamento, señor, me pide que os suplique que
               permanezcáis en él, en este aposento del cardenal, donde hay orden de que nada os falte,
               hasta que vuestros vasallos... —otro titubeo—, hasta que vuestros súbditos de  Granada
               entreguen sus armas a los conquistadores...
                     De improviso, me invadió una gran frialdad. Me senté.
                     —No son conquistadores, Aben Comisa. Tú mejor que nadie, puesto que tanto has
               trapicheado, deberías saberlo. —Me  volví a don  Rodrigo—. ¿Qué armas han de ser
               entregadas?
                     —Todas —me respondió—, tanto ofensivas como defensivas.  Y han de hacerlo
               persona por persona; eso alargará los trámites. Las espingardas y los tiros de pólvora los
               entregará después el jefe de la ciudad.
                     —En las capitulaciones —hablé  muy despacio—, salvo esos tiros de pólvora, se
               estipula que sus altezas no tomarán a los granadinos sus armas, ni se las mandarán tomar.
                     Ni sus armas, ni sus caballos, ni ninguna otra cosa. Ni ahora, ni en tiempo alguno,
               para siempre jamás.
                     —Sobrevino un silencio—. ¿No es así, El Maleh?
                     —Por lo que yo recuerdo, así es, señor.
                     Intervino don Gonzalo:
                     —Quizá para garantizar estos primeros días el sosiego de la ciudad y de la toma, se
               haya estimado prudente tal decisión...
                     —Aun así, debió ser consultada conmigo. Es excesiva la presteza con que comienzan
               a incumplirse las cláusulas. Hasta a mí, tan hecho a traiciones, me maravilla.
                     El hermano del cardenal, para descargar la tensión, nos ofreció un almuerzo. Yo me
               propuse comer algo, más que nada por complacer la cariñosa y muda petición de Farax;
               pero me fue imposible.  Mientras masticaba interminablemente, me descubrí pensando en
               dónde podrían ocultar mis súbditos sus armas.
                     ‘No son mis súbditos.’ Qué fácil les sería esconderlas en sus casas, puesto que nadie
               podría entrar sin consentimiento de nuestros jueces, y qué fácil encontrar una cueva común,
               ignorada por los cristianos, donde acumular un arsenal crecido... Dentro de mí se levantaba
               un arrebato; me remordía, como una carcoma, el arrepentimiento, y hasta escuchaba el
               ruido de esa carcoma. ‘Pactar con estos reyes es pactar con el aire.’
                     La luz se retiraba; encendieron hachones. Don Gonzalo y don Rodrigo se despidieron:
               si les daba permiso, tenían algún quehacer.




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