Page 255 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí



                     IV. TODA MÚSICA CESA


                     “Si hoy presto oídos,  escucho una música que viene de muy lejos, del pasado
               también, de cuanto ha muerto, de horas y signos distintos de los de hoy, y de otras vidas.
               Quizá la nuestra —y nosotros mismos no somos otra cosa que ella— no sea más que tal
               música. Porque todos fuimos alguna vez mejores, o más felices y más dignos. No obstante,
               toda música cesa.
                     Hasta en nuestro recuerdo toda música cesa.” Boabdil


                     Ya ordenados los hilos de esta costosa trama, para eludir que otros convenios de los
               reyes perjudicaran los que habíamos firmado, transigí con adelantar el día de la entrega. Se
               fijó el 6 de enero.
                     Yo percibía, pese a que los más cercanos a mí me lo negaban, chispazos de malestar
               entre los granadinos, ciertos alborotos y descomedimientos como de quienes, sus causas ya
               perdidas, se desmandan y tratan de vivir a cuerpo de rey —¿de qué rey?— los días que les
               quedan. Se habían asaltado casas de judíos, y de noche aumentaba la delincuencia. Era
               prudente, pues, apresurar los acontecimientos.
                     El día primero del año solar fue domingo. Nunca vi uno tan lóbrego. Había resuelto
               mandar en  ese día los quinientos  rehenes, con  Aben  Comisa y  El  Maleh a la cabeza.
               Apenas descendieron las sombras de la noche, no mediada aún la tarde, se agruparon los
               rehenes cerca del barrio de los alfareros.
                     Pero no pudo evitarse que, aunque el frío había recluido a la gente en sus casas, se
               corriera la voz, y se formó un tumulto en torno a ellos, que yo había mandado salir, desde la
               Huerta  Chica de la  Almanjara, por  la  Puerta del  Poniente.  Temí que un litigio cualquiera
               perjudicara la pacífica marcha de las cosas, e invitase o excusase la intervención del ejército
               cristiano, lo que acarrearía derramamientos de sangre. Con el pretexto de que recogiera un
               par de caballos y una espada que yo obsequiaba al rey  Fernando, hice volver a  Aben
               Comisa y le di una carta para que  se la entregara en propia mano. En ella le pedía que
               aquella misma noche, con el mayor sigilo, mandara tropas a hacerse cargo de la Alhambra;
               al día siguiente, los que eran todavía  mis vasallos, ante lo irrevocable, aceptarían, sin la
               tentación de levantarse en armas, la entrega de  Granada.  Así se eliminaban riesgos y
               contingencias.
                     Desde que recibió mi aviso, no dejó pasar ni una hora el ávido  Fernando.  A la
               medianoche envió una tropa capitaneada por Gutierre de Cárdenas, el comendador mayor
               de  León.  Vino, envuelta en el frío, por la parte de los  Alijares, cuyo camino era el más
               discreto y apartado. En la Torre del Agua aguardaban a los cristianos Farax y Nasim; los
               introdujeron en la  Alhambra por la  Puerta de los  Pozos.  El amanecer, si es que iba a
               amanecer, aún tardaría.

                     Yo me encontraba en  el salón del  Cuarto de  los  Leones con doce  dignatarios.  Vi
               entrar, un poco pálido, a Farax, y comprendí que el destino había llegado. Despedí a mis
               caballeros, y les ordené retirarse a la ciudad.  Yo pasé solo al Cuarto de Comares. En el
               trayecto me quité las insignias reales y se las di a  Farax, que me besó las  manos al
               tomarlas. Don Gutierre había distribuido sus soldados, que no eran muchos, en dos alas,
               para tomar  posiciones  por si fuera preciso.  Lo recibí en el  Salón de  Comares.  Lo había
               mandado adornar con diecisiete  estandartes, arrebatados en diferentes épocas a los
               cristianos:  alguno de ellos llevaba dos siglos y  medio con nosotros.  Al comendador lo
               cercaban unos pocos capitanes; vi en sus rostros tal fervoroso estupor ante el palacio como
               si se encontrasen con Dios en el Paraíso.
                     ‘Sevilla, comparada con esto, es una casa pajiza’, oí decir a uno.

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