Page 252 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Dije precisamente, porque ése fue el día en que saqué de la Alhambra los restos de
               mis antepasados.  Yo,  que para muchos era  su ultrajador, tenía que impedir que fueran
               ultrajados. Ya al margen de nuestras contiendas, ellos tenían derecho a descansar en paz.
                     Eran tantas las tumbas que me abrumó la idea. Pedí a Farax que me ayudara; pero
               necesitábamos a alguien más de total confianza.
                     Recurrí a un secretario que, al término de una asamblea de las que días atrás
               menudeaban, se me había acercado con una sinceridad rara entonces y me había dicho:
                     —Señor, sobre lo que sucede, si es que sucede algo, no tengo yo opinión. Sólo tengo
               mi brazo, y ése es tuyo.
                     Lo miré, agradecido ante una declaración que poco antes habría resultado obvia,
               descansé la mano, y quizá más que ella, sobre el brazo que me ofrecía, y le contesté:
                     —Acaso antes de lo que creemos me veré obligado a usarlo. Gracias.
                     Lo usé con el motivo que ahora digo. El nombre del secretario es Bejir el Guibis.
                     Sin participárselo a ningún familiar, porque temía la barahúnda de juicios en un caso
               que exigía ser solventado aprisa, decidí llevar los restos a Mondújar. Allí se encontraban ya
               los de mi padre, y me pareció sensato reunirlos a todos en ese valle de Lecrín, rojizo y fértil
               como un vientre de mujer, bajo las agrias estribaciones de la Alpujarra, y lo más semejante
               al Paraíso que yo podía ofrendarles.
                     Pusimos manos a la obra en cuanto anocheció.  Me entristecía  tener que hacer a
               escondidas, como si se tratase de  un crimen,  una ceremonia que habría requerido tanta
               solemnidad; pero no era razonable exasperar más la sensibilidad a flor de piel de los
               granadinos.  No convoqué a ningún alfaquí: los muertos  gozan ya, o eso espero, de las
               promesas con las que alentaron, y no precisan intermediarios que les hagan de puente con
               la  Divinidad.  Habíamos conseguido una decena de hombres del pueblo de lealtad
               confirmada, ocho de ellos jardineros de la Alhambra lo mismo que Faiz. El secreto, tanto de
               la exhumación como de la inhumación en el nuevo lugar, y el nombre de éste, era esencial
               para mi propósito.
                     Creo que lo conseguimos.

                     Al atravesar la puerta de la rauda, con su portentosa y alta cúpula que tanto me sedujo
               desde niño, me invadió un ligero mareo, quizá provocado por la tensión a que los
               acontecimientos venían sometiéndome. Se me nubló la vista; me apoyé contra el muro. Creí
               escuchar la voz de  El  Maleh de hace veinte años, cuando me dio, por vez primera, la
               explicación de aquella puerta un tanto incomprensible.
                     —Esto —me dijo señalándola—, y el aljibe que surte el  Cuarto de  Comares y sus
               baños, son los únicos restos —en mi cabeza resonaba el eco de la palabra “restos”— del
               palacio del primer Ismail, el asesinado —ahora era “asesinado” lo que en mí resonaba—,
               que yace con los  otros sultanes  en la rauda.  Su hijo  Yusuf agrandó ese palacio, y lo
               transformó en el de Comares. Y su nieto Mohamed construyó el Palacio de los Leones y le
               añadió a  Comares sus bellísimas puertas...  Todos duermen ahora en esta rauda, tan
               próxima a sus obras inmortales... —”inmortales”, oía, y volvía a oírlo.
                     Me repuse, auxiliado por Farax, y entramos. Era quizá mi jardín preferido. Mínimo y
               doméstico, acompasado y mecido por el agua y los pájaros, siempre me figuré que en él se
               dormiría bien.
                     En verano se esparce en su ámbito una  suave penumbra, verdosa y fresca; en
               invierno, su orientación y los árboles altos lo resguardan de los vientos. Pero como en la
               Alhambra había otros cementerios dispersos, anteriores a éste, a cinco de los diez hombres
               los enviamos a ellos, y nos citamos cuanto antes en Mondújar.
                     La labor fue intermitente y melancólica. Era imposible realizarla con la pulcritud que
               habría deseado; el tiempo trabaja en contra nuestra hasta cuando ya hemos salido de él.
               Los ataúdes estaban quebrantados, sueltas las osamentas, fracturadas las piedras de las
               estelas y las magabrillas. Hube de sobreponerme a la angustia de acumular los restos sin
               saber con certeza de quién eran, o de quién habían sido. Disponía su colocación sobre los

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