Page 241 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Vuestro tío “el Zagal” será siempre “el Valiente”. A vos os ha tocado la peor parte, y la
               última. Perdéis cuanto tuvisteis; salís de vuestra Alhambra dando un portazo que se oirá en
               el mundo, y es por esa generosidad justamente por lo que seréis injustamente acusado. Que
               el débil es el fuerte lo sabremos muy pocos.
                     —Conviene que sea así. Es difícil apoyarse en la virtud de la docilidad cuando desde
               niño le inculcaron a uno la de la rebeldía.
                     En todo caso, la trama en que me he visto envuelto es tan espesa que ni yo mismo
               soy capaz de decir dónde comienza la culpa y de quién es.
                     Todo se me ha ido acumulando encima de un modo indescifrable.
                     Acaso la vida me dé tiempo para desembrollar esta madeja; pero ahora no lo tengo:
               puede que  sea mejor...  Ahora necesito dejar  de lamentarme, y suplicaros unas  cuantas
               cosas.
                     —Contad conmigo.
                     —Oídme. Cuando Granada sea de vuestros reyes, no quedará esperanza para ningún
               cautivo musulmán, esté donde esté. Los alcaides y los muftíes y los sabios de esta ciudad
               opinan, como yo, que Dios no nos perdonaría el pecado de no liberarlos antes.
                     —Eso lo opináis vos, señor, no los muftíes.
                     —Y Dios también lo opina.
                     Por eso yo pido a sus altezas la libertad de todos, sean de Granada o del Albayzín, o
               de sus arrabales y de sus alquerías. Que no pierdan más ellos de lo que todos pierden.
                     Y que sean sus altezas los que paguen a los dueños que los tengan, porque mis
               granadinos no entran en otra cuenta que en recibirlos libres.
                     —¿No veis, señor? Lo que os decía.
                     —Y os pido asimismo, don Gonzalo, que sea vuestra palabra la que avale que nada le
               ocurrirá a los quinientos rehenes, hijos y hermanos de los principales, que se me piden por
               diez días para garantizar la posesión pacífica de la ciudad.  La palabra del rey, tan
               incumplida con los mudéjares, no será para mi pueblo garantía bastante, y se provocarían
               insurrecciones y motines que yo sería el primero en comprender.
                     —Por vos me comprometo. ¿Alguna cosa más?
                     —Que los judíos gocen de los beneficios de esta capitulación en el mismo grado que
               los musulmanes.
                     Juntos hemos vivido la historia de este Reino, y no es cabal que, aunque entre los
               cristianos muchos los aborrecen, les demos nosotros de lado en esta hora. En un naufragio,
               todos los que van en la nave son iguales. —Hice una pausa—. Y escuchadme: cuando se
               acerque vuestro ejército... —Me temblaron los labios. Don Gonzalo, por delicadeza, apartó
               los ojos—. No será menester que vuestro ejército entre en la Alhambra sino por fuera y poco
               a poco, por el amor de Dios. Puede entrar por la Puerta del Refugio, que tenéis tan a mano,
               o la de la Loma, ya sabéis, entre la Acequia Grande y la Acequia del Cadí, si es que os
               viene mejor.  Y me atrevería a pedir que se encargaran de ocupar los palacios  aquellos
               capitanes vuestros que les dan mejor trato a los mudéjares: don Rodrigo de Ulloa, que tiene
               Ricote, o Portocarrero, que tiene la Palma, o vos, señor, que tenéis Illora y me tenéis a mí.
               —Una lágrima rebelde me mojaba los párpados; pasé la mano, rápida, por ellos—. Y que se
               miren bien las cláusulas todas de las capitulaciones: las del común de la ciudad, sobre todo,
               y las de la sultana madre; que ningún ulema ni ningún alfaquí hallen nada que oponer, ni se
               deshagan unos puntos con otros, ni se contradigan, porque será escarbar con el cuchillo en
               las heridas. Y os encarezco que lo testifiquen de veras, con responsabilidad plena, vuestro
               príncipe heredero y vuestros grandes, además de los reyes, y vuestros obispos y vuestro
               padre de Roma.
                     Porque todas las precauciones son pocas cuando se entrega un reino y se confía a los
               súbditos en manos forasteras.
                     Se me quebró la voz. Don Gonzalo, al notarlo, dio un quiebro a la conversación.
                     —Para vos, sobre lo estipulado, ¿nada pedís?



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