Page 237 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               conozco yo mejor que nadie, como vos conocéis mejor las vuestras. Con El Maleh remití a
               vuestros reyes las condiciones que exijo para que en todo se respeten la religión, las
               haciendas, las leyes y la independencia de mis súbditos. Punto por punto quise que fueran
               leídas y confirmadas, que más me atañe eso que todos los privilegios y títulos y tierras que a
               mí se me concedan.
                     Mío es este Reino y de él soy responsable. Vuestros reyes no tratan sino de lo que a
               mí personalmente me ofrecen y del plazo en que debo aceptarlo. Ignoro si sus súbditos son
               muy diferentes de los míos, y si los quitan y los ponen los reyes como peones de ajedrez.
                     Los míos, lo crean ellos mismos o no, tienen en mí su salvaguardia.
                     Yo soy el que ha de velar para que, faltando yo (que yo, y no mi pueblo, soy aquí el
               cadáver de que hablaba), quede el pueblo bien guarnecido. Y también soy yo el que sabe
               cuándo ha de decirle que ya no soy su dueño, que tiene ya otro que lo respetará igual que
               yo lo respeté. Si no es así, señor Zafra, nada se ha dicho. Llevad al ánimo de vuestros reyes
               esta misericordia: antes de tratar de las fechas, tratemos de cuanto debe hacerse y
               debemos firmar en tanto llegan. Lo otro es poner los caballos detrás del carro, y pedir que lo
               empujen.
                     Mientras le hablaba, y aun después, Zafra era un puro hormigueo.

                     Como supuse,  Hernando de  Zafra recibió y conferenció  en  Granada con bastantes
               notables, y los llenó de regalos y de halagos: verde de Florencia para jubones, terciopelos
               para sayas y grana de Londres para calzas. Como si a fuerza de telas se pudiesen cubrir
               otras vergüenzas que  las que en  serio no  lo  son.  Con disfraz de acemilero entró en el
               Albayzín el despreciable, y en sus dos acémilas llevaba un cúmulo de sobornos con que
               corromper albedríos. Pero ¿qué me importaban diez o doce traiciones más, cuando era el
               acomodo de mi pueblo lo que yo más quería?

                     Nada más regresar Zafra a Santa Fe, escribieron los reyes a Aben Comisa. Quizá a El
               Maleh lo daban por perdido; por lo menos, yo tuve que resignarme a escuchar sus lamentos.
               “Recibiréis de nos las mercedes que merecéis... no podemos pensar qué cosa os mueva a
               querer alargar este hecho, pues con ayuda de Dios, estando aquí nosotros, no es muy grave
               al rey ni a vosotros tomar luego conclusión en lo que a nuestro servicio cumple.” Y también
               me escribieron a mí, tachándome con suavidad de no haber quizá entendido sus peticiones.
                     “Porque parece, por lo que habéis escrito, que no habéis entendido bien lo que sobre
               esto escribimos, mandamos aclararos lo que antes os habíamos escrito” (ésa fue la razón
               de la visita de Zafra, que no me aclaró mucho, pero a quien yo sí le aclaré algo), “que es que
               a nos placerá que, rebajando vos mucho del término que pedís, y alargando algún término
               más de los treinta días que os dimos, se os cumplirá lo que solicitáis”.  Tan a la ligera
               aceptaban  mis condiciones que  me daba muy mala espina, como si ya por adelantado
               pensaran infringirlas. Diez días me daban para mandar a uno de mis representantes a la
               reunión definitiva, y, en otro caso, me conminaban: “No queriendo vos cumplir en la manera
               que aquí decimos y antes os lo escribimos, no penséis ni creáis que quedamos obligados
               para cumplir con vos cosa alguna de lo que de nuestra parte se os ha dicho o escrito”.
                     Estaban tan nerviosos que convenía, en consecuencia, ponerlos más aún. No mandé
               a nadie en los diez días; sólo mandé a El Maleh que le escribiera a Zafra con subterfugios.
               La carta era como tenía que ser: incoherente. Le informaba que había recibido una suya con
               el salvoconducto, “y estoy maravillado de que Hamet el Ulaila no os dijera mi enfermedad”
               (era una fantasía), “porque desde el día que de aquí partisteis no me levanté de la cama, y
               yo os juro en Dios y por mi ley que toda la noche me levanté al bacín, con perdón, diez y
               doce veces, y creo que tengo frialdad, y asimismo creo que tengo diviesos en el brazo”
               (¿quién podría, pese a la gravedad de la situación, no reírse?), “y no puedo vestir salvo la
               camisa sola, y hoy pienso que el cirujano me los abra”.  Por tan diversas y lastimosas
               peripecias no fue a ver a los reyes: “Juro por Dios y por el quitamiento de mi mujer, que soy
               servidor de sus altezas de corazón y voluntad limpia, y como vos deseáis que esta ciudad
               sea suya, ese mismo es mi deseo”.


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