Page 285 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
atalaya, la otra se llama Canopo, y sería la que guiase las navegaciones por la otra media
esfera.
Mirar a la inmensidad del cielo, enjoyada por astros titilantes, desde esta tierra casi
yerma, me produce escalofríos y a la vez un gran reposo. El hombre no es más que una
centella que cruza el ancho pecho de la noche; pero la noche es infinita. Quizá eso a la
chispa la consuele.
Me enorgullece, como a un niño que empieza a deletrear, adquirir y combinar estos
datos. A menudo no los descifro bien; he perdido demasiado tiempo en naderías. Pero me
compensa de tal pérdida el haber sido, aunque indigno, sultán de lo que restaba de un
pueblo que, durante una destelleante época, ostentó en sus manos el cetro del
conocimiento.
Me asegura El Maleh que el navegante de la capa raída se llama Cristóforo Colón, y
es de raza judía. No me sorprende nada; judíos son todos los del entorno de esos reyes: sus
secretarios, sus administradores, quienes les prestan y quienes les guardan los dineros. Son
judíos hasta quienes les han preparado los documentos para expulsar a los judíos.
Los más sufrientes de esa raza no se me van de la cabeza. Cuentan que bajan en un
puro sollozo desde Castilla a los puertos andaluces en donde embarcarán. Por lo que tienen
prohibido llevarse y por lo que es materialmente imposible que se lleven, los que los
expulsan, o los que se han bautizado y se quedan, les han dado unos pañizuelos, y han
tenido que morderse los labios y el alma y contentarse con lo que los abusadores les
brindaban. Hay judíos que han muerto a consecuencia de comerse su oro para atravesar las
aduanas con él en el vientre; me asegura El Maleh que a una mujer la abrieron, ya cadáver,
y le encontraron dentro más de setenta ducados. La desesperación los empuja a la muerte.
No lejos de aquí han cruzado algunos camino de Adra. Me ha informado Bejir de que
riegan literalmente la tierra con sus lágrimas. Muchos viejos se sientan a la orilla del camino
a dejarse morir; rechazan, al final de su vida, reiniciarla en un sitio inimaginable para ellos.
Se arrastran como animales los enfermos, los tullidos, las preñadas, los niños de pies
ensangrentados, y todos parten desvalidos, con el terror en los ojos, desprovistos de ajuares
y de enseres, sólo amparados en su fe.
Los cristianos, como todo socorro, les ofrecen, por los pueblos que pasan, conversión
y bautismo.
Dice Bejir que sus rabinos, para alentarlos, llorando a mares, les hacen cantar himnos
y salmos, y tañer panderos y adufes como si fuesen de romería, hasta que las mujeres, de
tanto pesar, se caen de las monturas, los hombres se mesan los cabellos, y no saben los
mancebos hacia dónde mirar que no sea muerte.
Yo he evocado hoy al médico Ibrahim, que ha resultado ser profeta de su ley. Me
congratulo de que muriera antes de cumplirse su propia profecía.
Estas últimas semanas se han escabullido con mucha más velocidad que las
anteriores. Quizá todo consista en que yo no me he detenido a ver cómo pasaban.
Sólo una novedad. Con siete días de diferencia, en agosto, han muerto nuestros dos
principales enemigos: el duque de Medina Sidonia y el bermejo marqués—duque de Cádiz.
Felices los que descansan, si es que ellos descansan, nada más concluir su tarea.
Entre estos dos próceres todo fue contrario: su físico, sus opiniones, sus familias, sus
gentes.
Sin embargo, la muerte se ha negado a separarlos; si hay otra vida, ¿qué iban a hacer
el uno sin el otro, si en ésta se dedicaron sobre todo a enfrentarse entre sí, más aún que
contra nosotros? Como en una burla, la muerte ha sorprendido al primero en Sanlúcar, tan
cerca de los dominios del segundo; al segundo, en Sevilla, donde tuvieron lugar sus más
grandes reyertas con el primero, y de la que fue obligado a salir.
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