Page 298 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               condiciones, y su prudencia al adelantarse a unos acontecimientos que se habían hecho,
               según él, inevitables.
                     Dejé de leer los papeles.
                     Supuse que él, al tanto de mi marasmo, imaginó que una vez más yo iba a pasar por
               alto su vil comportamiento. Lo fleché con los ojos.
                     —¿Qué significa esto? —pregunté agitando los papeles.
                     —Los reyes han sido generosos porque, en vista del amor que te profeso...
                     —¿Qué significa esto? —insistí.
                     —Cuando lo leas despacio, comprenderás cuánto hemos de agradecer...
                     Lo interrumpí. Me había acercado a él. Entre su cara y la mía no cabía ni un puño.
                     —¿Qué significa esto? —le golpeé con los papeles en el rostro. Retrocedió asustado.
               Había palidecido—. ¿Es esto una escritura por la que vendes, en mi nombre, todas mis
               propiedades a Castilla? ¡Perro traidor! ¿Es esto un compromiso de abandonar mi tierra y no
               volver jamás? ¡Hijo de puta!, ¡dilo!
                     —No quedó otra salida —balbuceaba—.  Los reyes lo exigían.  Tu vida  está
               amenazada. Si no hubiese firmado, habrías muerto...
                     No sé qué aspecto tenía yo; él temblaba. Vi sobre un arca un alfanje, y ya no vi otra
               cosa. Se había borrado todo. Sólo estaban la traición y el alfanje: el alfanje, que lo llenaba
               todo, y la traición, que todo lo ensuciaba.
                     Debí de apretar tanto las mandíbulas que me duelen aún.  Cogí el alfanje, lo
               desenvainé, lo enarbolé con una frialdad tan consciente como maquinal, y asesté un golpe
               contra el pecho de Aben Comisa.
                     Se retiró de un salto, pero no lo bastante como para que el filo no rasgara la tela de su
               traje. Gritó con voz aguda:
                     —¡A mí! ¡El señor me mata!
                     ¡A mí! ¡Me mata!
                     El Maleh debía de estar a la escucha en un lugar muy próximo.
                     Apareció en el momento exacto: ni antes, ni después.
                     —Sal, perro —le dijo al alguacil—. Por fin has mordido a tu amo. ¡Vete! —Le empujó
               fuera de la sala—. ¿Cuánto has cobrado, infame? —Luego se me acercó con los brazos
               muy abiertos, como para indicarme su indefensión—.  Calma, señor.  Estudiaremos esos
               documentos.  Los miraremos.  Cálmate.  Ese cobarde apestoso fue a  Barcelona sin poder
               tuyo. No te representaba. Lo que ha hecho es nulo.
                     Tendrá remedio; pero cálmate.
                     Arrojé el alfanje contra la pared. Rebotó. Miré dónde caía.
                     Cayó junto a la puerta por la que en ese instante entró Moraima. Me sorprendieron a la
               vez su rapidez, mucho mayor de  lo que su embarazo le permite, y una sonrisa que la
               rejuvenecía.  Pensé: ‘Voy a  marchitar esa sonrisa, pero...’  Iba a contarle la felonía del
               alguacil.
                     Aún sostenía —no entiendo cómo— en mi mano los papeles.
                     —Lo sé todo —me dijo.
                     —¿Por qué sonríes entonces?
                     —Levanté el legajo—. ¿Sabes lo que quiere decir esto?
                     —Sí; que estás vivo, Boabdil.
                     —Se agachó con dificultad, recogió del suelo el alfanje, y lo apretó contra su pecho—.
               Que estás vivo otra vez. Nadie quiere matar si no está vivo. El resto no me importa.

                     No he vuelto a ver a  Aben  Comisa.  No  fue preciso desterrarlo de este pequeño
               señorío: sin despedirse de nadie, ha desaparecido. Se llevó a su familia, y al mismo tiempo
               que él me han dejado bastantes de los que me siguieron.

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