Page 300 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí


                     El embarazo de Moraima avanza a velas desplegadas. Mis hijos y nosotros, y confío
               que los que bien nos quieren, estamos consagrados a él.  De él  hablamos; a él nos
               remitimos de continuo.  Nunca antes he  estado tan unido a  mi esposa; en sus
               desfallecimientos, en sus caprichos un tanto inusitados, en sus vacilaciones al subir y bajar
               una escalera, siempre estoy cerca de ella. Creo que mi encomienda fundamental es ahora
               ésta: preparar la bienvenida a lo que venga. Deseo que mi tercer hijo nazca en Andalucía,
               aunque el resto de su vida —¿quién lo sabe, después de mi experiencia?— se desarrolle en
               una tierra extraña. Extraña para mí, no para él. Quizá sea eso lo que nos separe.

                     Mi madre, entre las decepciones y la edad, está más insufrible, si es que cabe. Ha
               empezado a sentir —y a exteriorizarlos, que es peorcelos del niño que va a nacer, porque
               acapara nuestra atención, y porque Ahmad, que ha vuelto con nosotros a petición mía, lo ha
               adoptado como algo de él y protegido suyo.
                     Imagino que mi madre echa de menos sus intrigas con Aben Comisa, que fomentaba
               sus baldías presunciones para tenerla de su lado; que la contraría que no la consultemos en
               el asunto de nuestro traslado (Moraima y yo  nos resistimos a llamarlo exilio), y  que la
               mortifica tener que reducir su pasión de mando a los estrechos límites de una  alcazaba
               provinciana. Ella, que sobre el mapa de Granada, trazó en un tiempo estrategias y fronteras,
               ahora ha de conformarse con decidir si se muda un palmo más allá o más acá la orla de
               espliegos de un arriate, o si se aplaza la poda de un laurel.

                     Los meses de mayo  y junio, con sus amenas horas indolentes,  me han hecho
               acordarme de  Faiz, el  jardinero de mi infancia.  Cómo me gustaría tenerlo, entre zafio y
               perspicaz, al cuidado de este jardín que pronto dejaremos y que, como si lo adivinara, se
               esfuerza en prodigar perfumes y  en regocijarnos el olfato y los ojos.  Y aun los demás
               sentidos, porque todos reciben gusto de él.
                     En este preciso momento acaricio el pétalo amarillo que acaba de desprenderse de
               una rosa sobre estos papeles carmesíes. Fresco y más suave y carnoso que la más cara de
               las sedas;  con unas sutiles nervaduras que apenas si la vista percibe, y que  matizan e
               intensifican  su color; redondeado como una conchilla de  las playas,  y rematado en una
               suave punta igual que la comisura de unos jóvenes párpados.
                     Lo huelo, y está en él todavía el mensaje húmedo y vivificador de la tierra. En él, más
               terso que  el pómulo de una muchacha, se resumen las raíces,  el tallo,  las hojas, la
               comunidad entera y apiñada de que procede. Si lo muerdo, saboreo los jugos misteriosos
               que sostienen la vida.
                     De repente, han caído sobre los papeles casi todos los otros pétalos de la rosa
               amarilla. Son como una lluvia dorada; una muerte muy bella...
                     Moraima ha leído, por sobre mi hombro, lo que estoy escribiendo y me dice, mientras
               juega con los pétalos:

                     “No era la  marchitez de la rosa: era la mejilla de la bienamada cuando el miedo  a
               perder tu amor la hace palidecer.”

                     Yo le he respondido  con los versos de  Ibn al  Labana con que sigue el poema,
               jugueteando a mi vez con sus sienes, sus pómulos, su boca:

                     “No hay posible comparación entre la rosa y la mejilla de aquella que no quebranta el
               pacto de fidelidad que a mí la unió.
                     Confrontadas con su expresión, nada valen las cualidades de la rosa; frente a su voz,
               nada significa el gorjeo del pájaro.
                     La aurora y el arrayán copian su movimiento de los latidos de su cuello, y su esplendor
               lo copian de la luz de su rostro.”
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