Page 303 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               que reside la tragedia. De ahí que procuremos concebir el pasado y falsearlo, para asirlo
               mejor y hacerlo nuestro y asegurarnos por lo menos de él.
                     —¿Es que el pasado no es cambiante? —ha repuesto Moraima—. No sólo las cosas
               pudieron suceder de otra manera ayer, es que de verdad sucedieron de otra manera distinta
               a aquélla como la recordamos. Yo lo veo muy claro: confundimos lo imaginado y lo vivido. Y
               es porque deseamos referir nuestra propia historia con nitidez, y nuestra historia fue nítida
               en muy cortas ocasiones.
                     En mi opinión, Moraima arguye, sin quererlo, mejor que yo. La vida es, en efecto, una
               enrevesada continuidad de rupturas, un rumor de manos agitadas que nos dicen adiós. Nos
               ausentamos de ciudades, de casas, de cuerpos, de amores y de desamores, de soledades y
               de compañías, de convicciones y de debilidades. ¿No estoy yo violentando este presente
               desde la mañana en que murió Jalib, o desde la mañana en que me derrotaron en Lucena,
               o desde la mañana en que entregué Granada, o desde la mañana en que enterré a Farax?
               ¿Y es en esa violencia en lo que la libertad consiste? ¿Retornaría por mi voluntad a la hora
               que precedió a alguna de esas, o de otras, mañanas? ¿Y el dolor ya sufrido?
                     ¿No se reducirá el presente, sobre todo, a defenderse de ciertos aspectos del pasado
               por medio  de una selección de las despedidas, una selección que a nuestros ojos es
               inteligente, pero acaso sólo a nuestros ojos? Porque vivir no es más que estarse diciendo
               adiós a uno mismo, mucho más que al resto del mundo. Vivir —¿cómo iba yo a confesárselo
               a Moraima?— es una soledad resonante de adioses. Tal es su única melodía: una melodía
               que tratamos de no oír.
                     —Toda historia —dijo  Moraima  y  rompió el silencio— estará siempre mal contada,
               porque todo narrador elige siempre lo que quiere contar, y porque cualquier cosa cabe
               dentro de cualquier historia.


                     Hoy, 8 de julio, he firmado por fin la capitulación con los reyes de Castilla. Les vendo
               los bienes que me reconocieron hace un año y medio, y me comprometo a pasar a África,
               desde el puerto de Adra, con cuantos deseen acompañarme.
                     Los reyes han retirado sus defensas de las costas de Almería, lo cual quiere decir que
               se hallan en buenas relaciones con los sultanes africanos. Ahora espero con impaciencia la
               contestación del de Fez. El Maleh me asegura que no he de preocuparme: al mismo tiempo
               que yo envié a Mohamed Ibn Nazar, Zafra envió un emisario de los reyes para certificar que
               mi exilio contaba con su beneplácito.
                     Estos reyes cristianos son ubicuos, casi como su Dios.

                     Me han llegado a la vez dos comunicaciones: la respuesta de El Watasi y una carta de
               Zafra. La primera es también un poco inacabable: me acogerá en su reino con todo el placer
               de que es capaz —no será mucho: los africanos no han avanzado por esa senda aún—,
               como si se tratase de su misma persona.
                     Zafra, por encargo de los reyes, me traza el itinerario que he de seguir hasta Adra. En
               Adra hallaré surtas dos carracas genovesas para mí y los míos. Hasta el final y más allá
               tendré que  dar las gracias a mis  verdugos, que encomiendan con caridad ‘mi vida y mi
               salvación a las manos de Dios’.

                     Moraima, ya muy incómoda, y yo nos proponemos uno a otro proyectos muy prolijos.
                     —Necesitaremos dos o tres vidas para cumplirlos todos —le advierto.
                     —¿Y es que no vamos a tener dos o tres vidas? —me replica simulando una gran
               decepción.

                     Ahmad y  Yusuf, liberados a veces de  sus ayos y de sus mentores, se agregan a
               nosotros en nuestros paseos. Ahmad lleva consigo a todas horas el cachorro de alano que


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