Page 94 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Primero, porque se ha reducido la extensión del Reino; segundo, por el choque moral
               que supone la conquista de las grandes ciudades; y tercero, porque la técnica es ya otra, y
               la artillería empieza a relevar a la secular preeminencia de la caballería.
                     El 14 de abril mi padre sitió de nuevo  Alhama. (Yo me recuperaba después de  mi
               enfermedad, que, originada por una pasión menos física que ella, me había tenido cerca de
               dos meses contemplando los almocárabes del techo, casi extraviada mi razón y extraviada
               sin casi mi razón de vivir.) Pero el rey Fernando le obligó a levantar también ese segundo
               sitio, como le ha obligado a levantar el tercero, que comenzó en los primeros días de junio,
               muy poco antes del día en que esto escribo. Con este tira y afloja, el desánimo ha cundido
               en Granada. Si soy sincero, no porque los granadinos se preocupen por la desventura de
               sus hermanos de Alhama, cuya esclavitud o mortandad han sido totales, sino porque se ven
               retratados a sí mismos con antelación en aquellos acontecimientos, y porque temen que,
               ante tales quebrantos, aumente la exacción de prestaciones y de impuestos. Y, en definitiva,
               porque comprueban la ineptitud de un ejército cuya decadencia se les presenta como
               irrevocable.




                     Ha transcurrido casi un año desde la última vez que escribí en estos papeles
               carmesíes: un año denso y concluyente, que ha mudado a su antojo las posiciones de todos
               los personajes de esta historia.
                     Escribo en el anochecer del día 20 de abril de 1483. Mañana saldré al frente de una
               expedición que nos dará gloria —me cuesta aún escribir que me dará gloria, pero a eso se
               dirige— amén de un gran botín. Aún estoy boquiabierto, y no niego que instruido por la prisa
               con que los hechos —que jamás  dependen de los hombres, aunque ellos así prefieran
               creerlo— se han atropellado. Cuando más honda era la desmoralización de los andaluces,
               Dios vino a alzar su ánimo, y a proclamar cuál era su voluntad más cierta. (Me figuro que
               mis enemigos opinarán exactamente lo contrario.)

                     Envanecido el rey Fernando por su éxito en Alhama, y asegurada la sumisión de la
               nobleza, tomó dos transcendentales resoluciones: sitiar Loja —porque si Alcalá es la puerta
               de la  Vega por la sierra de  Parapanda,  Loja lo es por  el valle del  Genil— y cortar los
               posibles auxilios africanos, situando una flota en el Estrecho.
                     Alertado por nuestros espías, pero debilitado ante sus propios ojos, mi padre envió a
               Aliatar a defender Loja. Él, entretanto, se sirvió de la distracción de las fuerzas cristianas
               para hacer una algara por tierras de Tarifa (que finalizó con la captura de un rebaño de tres
               mil bueyes, lo cual divirtió a los granadinos, porque las vacas, por muchas que sean, no
               ennoblecen la aureola de un sultán). Pero antes de salir de Granada, fija su mente en el
               tema que le traía sin sueño, fue a la prisión en la que me encontraba con mi madre y mi
               hermano, y me pidió que nos perdonásemos mutuamente en aras del peligro común, y que
               colaborara como príncipe heredero y yerno de Aliatar. Lo que me propuso —y yo acepté—
               era que esa misma noche saliese al frente de una tropa que trataría de romper el cerco de
               Loja de acuerdo con mi suegro, que estaba dentro de ella.
                     Era el 9 de julio de 1482.
                     Sin embargo, las ideas de mi madre transitaban por otros caminos.
                     —De ninguna manera irás a Loja. ¿No te das cuenta de que lo que tu padre quiere es
               hacerte matar en la refriega, para  que nadie  piense que se manchó las manos con tu
               sangre? Las cosas ya han ido demasiado lejos. Ni es un perdón lo que te otorga, ni tiene de
               qué perdonarte, ni él es capaz de pedir perdón a nadie; sencillamente es una trampa. ¿Por
               qué él, si no, se ha largado a otro sitio? Su mente perturbada tiene el convencimiento de que
               los cristianos tomarán Loja, y pretende sacar ganancia de ello: librarse, al mismo tiempo, de
               Aliatar y de ti. Y, en último extremo, si no ocurriese lo que él espera y teme, habrá mandado
               a un ballestero de confianza y buena puntería que te mate de un ballestazo en la garganta.
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