Page 95 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Yo, aun no del todo persuadido,  obedecí su sugerencia.  Para mí representaba un
               menor peligro y, desde luego, una mayor comodidad.
                     Las súplicas de Moraima hicieron el resto: mi esposa, al enterarse de las presunciones
               de mi madre (o quizá no lo eran, porque tenía muy buenos servidores al lado de mi padre),
               no sólo se opuso a que yo marchase con el ejército auxiliar, sino que se apresuró a enviar a
               su padre minuciosa noticia de cuanto recelábamos.
                     —Esta noche —concluyó mi madre entre animada y hermética— vas a tener además
               mucho que hacer.

                     El caso es que Loja, con su caudillo tradicional, resistió la embestida cristiana. Los
               asediados, en dos o tres salidas, castigaron a los sitiadores, que ni estaban preparados para
               ese tipo de ataques desconcertantes, ni  contaban con suficiente artillería por la
               improvisación del sitio.  Los contingentes de las distintas comunas  cristianas, no bien
               trabados entre sí, fueron presa del pánico, y  unos a otros se contagiaban de él.  Al huir
               tropezaron con el pequeño refuerzo que mi padre —más como excusa para enviarme a mí
               que por otro más sólido motivo— había enviado con bastimentos desde Granada. Aliatar se
               apoderó de los cañones cristianos y de sus municiones, de sus armas, de sus víveres y de
               una gran cantidad de harina que abandonaron en las tiendas. El sitio, que el rey Fernando
               previno largo, duró apenas cinco días. El 14 de julio Loja fue liberada de su cerco, y el gozo
               de sus habitantes no tuvo límites.
                     Mientras tanto mi padre había vuelto de Tarifa y se reunió en los Alijares con Soraya.
               Se hallaban celebrando el triunfo, un tanto menor y de intendencia, de su botín de bueyes,
               cuando, ya bebido, demandó noticias de  Loja.  Alguien le dijo que yo no había sido visto
               entre los soldados del refuerzo, con lo que se puso en guardia. No tuvo tiempo de beber
               mucho más antes de recibir noticias más concretas. Dos fueron las que le llevaron a la vez:
               los cristianos habían sido derrotados, y a mí me habían proclamado en Guadix nuevo sultán.
               Su ira fue indescriptible; pero, por fortuna, tardía. Dicen que hirió con la copa en que estaba
               bebiendo al servidor que le comunicó la nueva, y que, irritado por las recriminaciones de
               Soraya, que le echaba en cara no haber seguido al pie de la letra sus consejos, la volcó de
               un empujón sobre los almohadones del diván. Luego corrió por el palacio gritando alarma
               con una antorcha en la mano, con la que estuvo a punto de incendiarlo.

                     Y es que una conspiración había  sido urdida tiempo atrás por mi  madre y  Aben
               Comisa, en connivencia con un tal Abrahén de Mora, un mudéjar de esa villa, que está en el
               reino de Toledo. So color de vender cobre labrado, Abrahén obtuvo autorización para entrar
               algunas veces donde nos tenían recluidos, que era en la parte baja de Comares. El de Mora,
               hombre bueno y muy experto en cosas de guerra, remitía las cartas de mi madre entre unas
               calderas que enviaba a Guadix a través de un mancebo llamado Abrahán Robledo, natural
               de Guadalajara, cuyo oficio era traficar con metales por el Reino. [Es el mismo mozo que
               luego hizo campo por la Vega con Fernando del Pulgar.] En Guadix recibían los mensajes y
               acuerdos dos valerosos caballeros, Abenadid y Abenecid, que mañana partirán conmigo a
               la expedición que emprendo.
                     El último concierto que se hizo fue que la noche del mes de julio más arriba indicada, a
               las diez, comparecerían seis hombres con nueve caballos junto a una acequia en la falda del
               Generalife. Abul Kasim Benegas, sospechando que, a instancias de mi madre, me negaría a
               ir a  Loja, montó una  guardia especial esa noche ante las puertas  de nuestra forzosa
               residencia,  lo que dificultaba nuestra fuga.  Los conspiradores se acercaron a pie, tras
               Abrahén de Mora, hasta el adarve exterior que se correspondía con nuestras ventanas, e
               hicieron la  señal, que  era un canto repetido  de codornices.  Mi hermano  Yusuf y yo lo
               escuchamos, preciso e insistente, entre el clamoreo de los grillos. La noche era espesa y
               parada. No corría el aire. Subía hasta las ventanas el denso olor de los jardines. Mi madre
               entró en la alcoba con un apresuramiento desacostumbrado. Le brillaban los ojos, y había
               una tensión en su boca cuando me dijo:
                     —Esas aves cantan hoy para ti; mañana todo el Reino será tuyo.


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