Page 100 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               exponía mi voluntad de no transigir en ese extremo, vi junto a él al eunuco Nasim, que me
               saludaba y me alentaba con los ojos.
                     —Nasim será quien se ocupe de mi casa desde ahora —dije, y me sorprendió oírmelo
               decir.
                     Él, como si lo estuviese esperando, se adelantó, besó mi brazo, y me invitó a seguirle
               hacia el palacio de Yusuf III.
                     —Como conocía tu preferencia, he mandado disponerlo para ti.
                     Al descender por la calle Real, después de una vacilación, me anunció:
                     —Tu perro “Din” ha muerto hace dos días.  Era muy  viejo ya: no ha resistido tu
               separación. Es una pena que no haya sido el perro del sultán.
                     —A él no le interesaban estas majaderías. ¿Dónde lo han enterrado?
                     —Pretendían quemarlo; yo lo impedí. Está enterrado no lejos del lugar donde tuve el
               honor de bautizarte —contestó sonriendo de una manera ambigua.
                     —La muerte de mi perro, más aún que mi proclamación, me demuestra que una época
               de mi vida se ha cerrado; quizá toda mi vida.
                     Pero, sin duda, esa parte de ella, irresponsable y gozosa, en la que un niño musulmán
               pudo persuadir a un eunuco de que lo bautizara.
                     Nasim, entendida la reticencia, doblegó con gravedad su cabeza. El resto de aquel día
               lo pasé sentado junto a la tumba de “Din”. A duras penas le perdoné su deserción.

                     Las mezquitas, en la oración, ya habían comenzado a pronunciar mi nombre. Solicité
               que las fiestas de la coronación, dadas las circunstancias, se abreviasen.  Había —
               pretextaba— demasiado que hacer, mucha correspondencia y documentos que firmar,
               concertaciones, recepciones, demasiados asuntos que despachar con urgencia.  No sabía
               hasta qué punto el pretexto era cierto.
                     El rey Fernando, no bien empezó agosto, devastó la Vega, y prendió fuego a cosechas
               y alquerías al socaire del desarreglo ocasionado por el conato de la guerra civil. Me enteré
               de que mi padre había conseguido un socorro, no grande, de algunos voluntarios magrebíes
               que desembarcaron en Málaga burlando en el Estrecho los navíos cristianos. Y a principios
               de otoño, mi padre y mi tío —también él: ya tomó partido—, para no reconocer que habían
               sido derrotados del todo, corrieron por  Setenil y por  Cañete, arrasando sus guarniciones.
               Cañete fue reconquistada en seguida por el adelantado de Andalucía, Pedro Enríquez, que
               la fortificó y la repobló; por el contrario, a pesar del ataque del marqués de Cádiz, Setenil
               quedó en manos nazaríes.
                     ‘Pero ya no todas las  manos nazaríes pertenecen al mismo cuerpo’, me dije con
               tristeza cuando me lo anunciaron.


                     El invierno, de acuerdo con lo que sucede en la naturaleza, que en tan pocas
               ocasiones respeta el hombre por  desgracia,  ha apaciguado o escondido las tensiones,
               dándonos tiempo para organizar, mal que bien, el Reino. Ha sido un invierno largo y muy
               frío. Granada, cubierta por la nieve, es una ciudad muda. El azacaneo de esos meses me ha
               impedido casi del todo hacer lo que me gusta: leer, escuchar música no demasiado cerca,
               pasear despacio sin objeto preciso, contemplar el cambio de las luces, escribir sin apremios.
               En muy escasos momentos he podido zafarme, durante este invierno, de la impresión de
               que representaba.
                     —Un sultán tiene la obligación de serlo, no de aparentar serlo —me insiste Moraima
               de repente, vislumbrando lo que por dentro de mí pasa—. Por tu bien y por el de nuestro
               pueblo, sé tú, Boabdil.
                     Sultán o no, sé tú. Si resistes un poco, lo lograrás. Por ahora, procúralo tan sólo, y
               apóyate en mí cuando lo necesites.  Estoy convencida de que mi existencia no tiene otra
               razón.

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