Page 101 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Yo se lo agradezco como agradece el báculo un convaleciente que, arrastrando un
               poquito los pies, se asoma a una ventana a ver crecer el día que lo anima a crecer. Intento,
               ignoro si con éxito, cumplir mis deberes de sultán; pero no soy capaz de borrar a Málaga de
               mi mente.  En mí está, cálida y radiante, con su alcazaba erguida entre las flores y el
               boscaje, con Gibralfaro como un ojo de luz encima de ella, y el puerto jubiloso y azul, y el
               arsenal y las atarazanas.  Y no sale de  mí  Abu  Abdalá —¿qué opinará  de mí su
               integridad?—, cuyo auxilio me habría aligerado la carga del gobierno (si es que puede
               llamarse gobernar a seguir los “consejos” de Aben Comisa y de mi madre).

                     La primavera este año tardó mucho en llegar, pero cuando llegó se abrieron de par en
               par los ramos.
                     A mediados de marzo, los cristianos se reunieron en Antequera.
                     Allí acudió  la flor y nata de su nobleza, desde  Ponce de  León al gran maestre de
               Santiago. Los asesoraba Bernardino, el renegado de Osuna, que conduciría una expedición
               a los montes de Málaga: los generales opinaron que el sultán destronado se hallaba en una
               posición menos ventajosa que la mía. Y decidieron atacarlo a él.
                     Se les unieron el asistente de  Sevilla, conde de  Cifuentes, el gran don  Alonso de
               Aguilar y el adelantado de  Andalucía: todos los nombres míticos de la frontera contra mi
               padre. ¿Me habría de alegrar? Y, si era así, ¿por qué no me alegraba? El día 19 de marzo
               pasaba de tres mil de a caballo y de mil infantes los que se dirigieron hacia la Ajarquía. El 20
               por la mañana, según me avisaron, las tropas de los concejos, con los señores a la cabeza,
               avistaban nuestra frontera, o mejor, la frontera del territorio de mi padre.
                     Advertidos de antemano, sus habitantes habían abandonado las aldeas y
               refugiándose en lo alto de la sierra o en las  torres atalayas con sus mejores bienes.  Al
               enterarme de la evacuación, sentí el dolor de aquellas gentes y el pesar desarmado de mi
               tío  Abu  Abdalá, un emir casi sin ejército.  Los cristianos se adentraron en los montes sin
               encontrar resistencia; asolaron alquerías y aldeas; quemaron frutales; alcanzaron la costa
               desde el interior a la altura de Bezmiliana. Sobre un mapa seguía yo, hora por hora, sus
               avances, confuso entre la tribulación y el regocijo.
                     ¿Atentaba aquella agresión contra todos los musulmanes, o sólo  contra el poder
               declinante de mi padre?
                     El día 21 salió el sol dentro de mí: se mudaron las tornas con un giro grandioso y
               violento. Mirando el mapa, veía la afilada mano de mi tío señalarme desniveles, pueblos,
               tajos. Cuando los cristianos estuvieron metidos de lleno en la serranía, dentro de ese terreno
               rocoso, roto y perturbado de los montes de Málaga, los nuestros —ah, sí, por fin lo supe: los
               nuestros, los mandara  quien los mandara— se lanzaron sobre las huestes enemigas, las
               dividieron, las devastaron, las acecharon por los desfiladeros, las agotaron en las vaguadas,
               las aniquilaron desde las cimas. Por los puertos, por las angosturas, por los barrancos, se
               precipitaron sobre ellas, y las sometieron a una minuciosa y triunfante matanza. Acosados y
               acuchillados, corrieron los cristianos hasta las proximidades de Málaga, la ciudad soñada
               por ellos, que veían por primera vez con los ojos entorpecidos por la sangre. La noche del
               jueves al viernes fue una noche que no olvidarán nunca.  Como  me imagino a mi tío,
               vengador y magnífico, me imagino esa noche.
                     El terror en medio de la oscuridad, la hostigación por demonios invisibles y
               vociferantes, transformaron a los  cristianos en  enemigos de sí mismos.  Huían sin saber
               adónde, abandonándolo todo, abandonando también la vida, o la libertad en cualquier caso.
               Las últimas noticias —y el júbilo que me proporcionaban debía disimularlo delante de mi
               madre y de mis visires— decían que más de dos mil cristianos, de los cuales muchos eran
               nobles, habían caído prisioneros; que toda la  Ajarquía estaba cubierta de caballos,
               monturas, armas y víveres; que los malagueños llaman a gritos a mi tío “el Zagal”, es decir,
               “el Valiente”. La luz que, cuando me lo refirieron, entraba por el ajimez de la alcoba no era
               tan limpia como mi alegría. Quizá el informador entendió que mi largo silencio lo produjo el
               disgusto: tanto nos desconocemos, unos a otros, los hombres. “El Zagal”. Abu Abdalá, “el
               Valiente”: así lo llamaré yo también de ahora en adelante.



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