Page 104 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí



                     II. LAS AVES DE LA MISERICORDIA


                     Para tus herederos no hay herencia: ni trino, ni arrayán,  ni limpia sombra ni agua
               alegre.
                     Los cuervos te parecen, desde abajo, las aves de la misericordia.
                     Boabdil, “Elegía de Almutamid”


                     Este año —ya lo dije— la primavera tardó mucho en llegar; más hubiese valido que no
               llegara nunca.
                     Estoy preso. No hay palabra en que quepa mayor desolación; quien no lo haya estado,
               no podrá comprenderla. El transcurso lentísimo del tiempo, la confusión de los días y las
               noches, la soledad exterior, que a veces me pareció tan deseable y ahora sufro sin pausa, el
               círculo de los recuerdos, que se enmaraña alrededor de mi cabeza...
                     Un rey preso: el ser humano prefiere pensar que ciertos hechos no suceden.  En la
               accidentada historia de la  Dinastía no había ocurrido antes.  Y ojalá sea sólo esto lo que
               ocurra por vez primera; me asaltan inevitables temores de que habrá más. Mi pluma y mi
               mano se niegan a escribirlo.
                     He pedido estos papeles, no carmesíes, para obligarme y concretarme en algo; para
               que mi voluntad y mis ojos tengan un asidero en que fijarse, y acaso mi esperanza: no sé
               qué será de mí si se desangra. Ahora estos frágiles confidentes son la única ancla que me
               retiene, el espejo único en que puedo mirarme (en que debo mirarme, porque no lo deseo).
               Me propongo destruirlos si algún día retorno a ser libre. El sentido de la libertad (aun el de la
               descabalada e imperfecta que gozamos los hombres) empiezo a vislumbrarlo, como
               siempre, a deshora... Y entonces qué ingratitud destruir estos papeles; porque ellos son hoy
               los solos amigos con los que me  cabe dialogar, o por los que aspiro a ser interpretado.
               Como ocurre siempre con los amigos, mucho trabajo y tiempo me costó conseguirlos: los
               cristianos detestan la escritura y les da mala espina quien escribe.


                     La mayor diferencia que existe entre los cristianos y nosotros no es la religión, sino la
               forma de entender y de vivir la vida. Alguien puede opinar que tal forma es la consecuencia
               de nuestras religiones; yo opino exactamente lo contrario: cualquier pueblo  acaba por
               acomodar su religión y su pensamiento a sus actitudes y a sus comprensiones, a sus modos
               de amar y de apenarse y de gozar y de aguardar la muerte.
                     Los cristianos son aún más ásperos y rudos de lo que yo creía.
                     Acaso no por cristianos, sino por habitar bajo un clima tan diferente al nuestro. Veo
               esta estancia en la que estoy: cuadrada, agria, rotunda, con una chimenea desmesurada,
               con hostiles paredes de piedra, sin la ligera y acogedora suavidad de las nuestras. Quizá
               ellos encuentran en alcobas como ésta una armonía enjuta y más duradera, una densidad y
               una persistencia: eso no hace más que confirmarme que somos opuestos. Lo nuestro es el
               ahora, lo inmediato; lo suyo, una inconcreta perennidad, una metáfora muy poco
               comprobable.
                     Me llama la atención, a primera vista, que los cristianos no se recreen con el agua; la
               utilizan para beber, y  apenas.  Nosotros, quizá por un recuerdo atávico y colectivo del
               desierto, la veneramos; nuestro lujo consiste en admirarla y eschucharla correr, en
               extasiarnos ante los surtidores, en contemplar cómo la  luz la traspasa y la irisa, en ver
               nuestros jardines y nuestros rostros reflejados en las verdes albercas, en administrarla en
               los riegos de nuestra agricultura, y en adivinarla bajo el aroma de las flores. Los cristianos
               no huelen (mejor será decir que no tienen olfato). Nosotros nos bañamos y nos perfumamos;

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