Page 107 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               inquisidores, que me son tan extraños. Tan extraños, pero tan necesarios. ¿Será como ellos
               Dios?


                     Hay momentos en que de tal modo se me hace presente el cuerpo de Moraima, su
               carne morena y armoniosa, su olor casi sonoro, que, si cierro los ojos, podría acariciarlo.
               Nunca la deseé con tanto arrebato, ni se lo dije tanto como ahora. Veo su última mirada
               mientras me retenía con su abrazo, tratando de impedir, de amanecida, mi partida a Lucena,
               como si presintiese que iba a ser privada a la vez de su esposo y de su padre...
                     Y me asaltan también recuerdos muertos —no, los recuerdos no mueren; muere quien
               los suscitacon la misma vigencia, o acaso mayor, que los vivos recuerdos de los vivos. Está
               muerto Jalib; pero ¿cómo olvidar nuestro extravío en la alcoba del palacio de Yusuf aquella
               noche en que todo fue posible, y  el orbe entero giró en torno a nuestros cuerpos?  Me
               anonadan con impaciente vigor las memorias de lo que tuve y no volveré nunca a tener:
               unas memorias mezcladas y confusas, pero tan netas que percibo con infinita exactitud —a
               pesar de las brumas con que el amor envuelve los sentidos cuando nos enajena— la leve
               yema de un dedo, una oreja con su mórbido lóbulo, el deleitoso pezón de un pecho, el vello
               rizado de un pubis, una corva de seda, una rodilla igual que una naranja, un lunar en la
               espalda... La memoria de cómo se deslizan las manos por el cuerpo desnudo de quien se
               ama; de cómo, bajo sus manos, se muere y se resucita: desde los muslos hasta el cuello,
               desde la nuca hasta  los muslos, por los hombros, por los tensos  costados, por  el cálido
               rincón de las axilas, por los surcos que se entreabren entre los pechos o entre las nalgas.
                     En esos momentos mi sexo se yergue y reclama su dicha. He de apoyarme contra la
               pared en que se abre la puerta  para evitar que el carcelero presencie mi vergonzosa
               masturbación de adolescente. No, no, porque el adolescente presiente sin sentir, pero yo ya
               he sentido.
                     Por eso, tras de los pobres gestos, me quedo descontento y vacío.
                     Paso después marchita revista a los lugares en los que fui feliz —¿fui feliz?— y tengo
               la impresión de estar  entrometiéndome en la vida de otro; de otro que me cuenta, a
               balbucientes retazos, su felicidad.
                     O acaso es que yo entonces era otro —embriagado, alterado, irreflexivo—, no éste de
               ahora. Qué raro que un feliz pierda el tiempo en pensar que lo es; porque la felicidad quizá
               consiste en una paralización de raciocinio, o en un sopor, o en un instantáneo alivio de la
               razón. O quizá el ser que fue feliz permanece todavía allí donde lo fue, abandonado a su
               ventura por quien dejó de serlo. Yo, el que he llegado a ser no sé por dónde, no he gozado
               conscientemente de la felicidad  ni una sola hora; porque, cuando estuve a  punto de
               reconocer que la tenía, me invadió tal pavor a perderla, que la perdí sin más.
                     Siempre admiré la lucidez de aquel califa del esplendor omeya que redactó su
               testamento con moroso cuidado. Al comienzo se definió a sí mismo con resplandecientes
               oleadas. ‘Fui rey durante cincuenta años de la ciudad más hermosa del mundo, y, por si
               algún esplendor le faltaba, junto a ella construí otra aún más hermosa: la fulgurante joya de
               Medina Azahara. Amé a la mujer más bella de la Tierra (la divina Azahara), y ella me amó.
               A mi corte se acogieron los filósofos más profundos, los poetas más sutiles, los más alados
               músicos...’  Y así continuaba, entre vanaglorias e hipérboles, como si hubiese  creado un
               cielo y residido en él. Hasta concluir su personal definición con una escueta frase: ‘Y fui feliz
               catorce días’. Pero asombrado él mismo de esta arrogancia última, añadió: ‘No seguidos’.
                     ¿Puedo yo proclamar que, aun no seguidos, haya sido feliz catorce días? ¿Puede el
               ser humano luchar con uñas y con dientes por algo tan gratuito como la felicidad?  Nos
               movemos entre la necesidad y la contingencia; entre el  “si  Dios quisiera” y el  “si  Dios
               hubiese querido”; entre el fatalismo y el escepticismo; entre el “todavía no” y el “ya no”, con
               la sola certidumbre de que, cualquiera que sea la elección, ambos caminos nos llevan a la
               muerte.





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