Page 111 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Grande fue nuestro asombro al encontrárnosla bien pertrechada y protegida; el efecto
               de la sorpresa se había venido abajo.  He sabido que un lucentino cautivo en  Granada,
               Bartolomé Sánchez Hurtado, se enteró de nuestro propósito y avisó a sus paisanos a través
               de un arriero de los que tienen paso franco por la frontera, y que son casi todos espías
               dobles. Desde las almenaras del camino se levantaron ahumadas para denunciar nuestra
               avanzada, y tiraron por las atalayas, en la dirección de Lucena, cinco hachos encendidos, lo
               que indicó que era yo quien capitaneaba la ofensiva. Además, los atajadores de Aguilar, a
               los que había soliviantado Hamed Abencerraje, sembraron la alarma por todos los señoríos
               del contorno.  De ahí que nos encontrásemos barreadas las calles con maderos y fajina,
               provista la plaza con víveres y bastimentos, y reforzada la débil guarnición con caballeros
               llegados aprisa desde  Córdoba.  De forma que nos fue imposible entrar por su  arrabal y
               poner fuego a la puerta de la villa como era nuestro plan.
                     En consecuencia, establecí el cerco y di orden de talar viñedos y olivares.
                     Al día siguiente, vistas las dificultades del asedio, y ratificado por Hamed, que no logró
               imponerse a un enemigo más cauteloso y reforzado que nunca después de lo de Málaga,
               opté por levantar el cerco y retirarnos a nuestros confines. Concebí, sin embargo, una última
               intentona muy rápida, por temor a que llegasen refuerzos cristianos desde  las villas
               próximas. Hamed había tratado al alcaide de los Donceles, el joven señor de Lucena, en
               casa de su tío el de  Aguilar, cuando se refugió allí huyendo de la matanza de los
               abencerrajes que decretó mi padre; mandé,  pues, a  Hamed que se entrevistase con el
               alcaide y le ofreciera unas aceptables condiciones de rendición total. Dudé, no obstante, que
               fuesen aceptadas.
                     La plática se entabló en uno de los postigos de la muralla. Servía de trujamán este
               Hernando de Argote de que hablo. El alcaide de los Donceles discutía con prolijidad cada
               una de las propuestas de la capitulación con la idea, según supe luego, de ganar tiempo y
               dárselo a los socorros que esperaba.
                     El primero, el de su tío el señor de Baena, cuyo nombre y apellido coincide con los
               suyos, al que había advertido de su situación el día anterior.  Pasaban de una hora las
               discusiones, cuando mis atalayas me indicaron que, por el lado de Cabra, se avecinaba una
               tropa de grosor incierto.  Mandé,  desengañado, suspender la entrevista, recogerse los
               taladores, y reagruparse los tres cuerpos de ejército para retirarnos en orden por el mismo
               camino que habíamos traído.
                     Mientras nos alejábamos, oíamos ya las trompetas y los tambores del refuerzo, y los
               tambores y las trompetas con que los recibían los sitiados.
                     Juzgando  concluido el incidente, aunque  mortificados, nos detuvimos hacia el
               mediodía en una campa para distribuir el rancho.  No lejos hay un arroyo que llaman de
               Martín  González.  Comentaba pesaroso con  Aliatar y  Hamed el sesgo de los  sucesos, y,
               mirando mis tropas, según estaban de animadas, aunque era el día bastante neblinoso, más
               parecía que las habíamos sacado de Granada para invitarlas a una fiesta campestre.
                     Fue entonces cuando  escuché el  grito: ‘¡Santiago,  Santiago y a ellos, que hoy es
               nuestro día!’
                     Aliatar, cabizbajo, me aclaró que era el grito de guerra de su viejo amigo el conde de
               Cabra y señor de  Baena.  A pesar del imprevisto, se rehicieron mis soldados al instante.
               Dispusimos los tres cuerpos en orden de combate, y resolvimos encarar a los que, de
               atacados, se habían convertido en atacantes. De los seis escuadrones de jinetes, mandé
               juntarse cinco en sólo un batallón, y dejé otro de trescientos cincuenta caballeros, apartado
               unos trescientos pasos, como refresco.  A los  costados de la batalla  gruesa situé toda la
               infantería, y la abrigué a su vez con dos mangas de sesenta jinetes para apretarla y evitar
               que así se rezagara. Era una estrategia que creo haber visto aconsejada en algún libro, y
               que agradó a mi suegro. La niebla de por medio, nos encontrábamos frente a frente con el
               enemigo, tan cerca de él que unos cuantos de los míos, desobedientes, no fueron capaces
               de resistir su ufanía, y salieron de las filas con alharacas y voces y gestos con que echaban
               en cara a los contrarios la matanza de Málaga.




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