Page 110 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Ayer me atreví a preguntarme: si no me liberaran, ¿cómo escapar de aquí? ¿Y qué
               rescate pedirán por liberarme? ¿Es que un rey se rescata? ¿No pagará con el resto de su
               vida la torpeza de dejarse aprisionar con ella? Antes de que me reconocieran los cristianos,
               me habían comunicado algunos oficiales la voz que sobre Aliatar corría.
                     Cuando se persuadió a nuestra destrucción, el anciano, sobre el que pesaba la
               responsabilidad del ataque a Lucena, entró a caballo en el río Genil, y, al llegar a una poza,
               saltó de la silla y se hundió por el peso de su armadura.
                     Pensaría que un general que fracasa en la primera batalla de su rey ha de asumir que
               ha sido para él mismo la última. ¿O pensó que más vale sofocarse en el légamo de un río
               que caer en manos de enemigos a los que tanto se ha sobrepujado? Pensara de una u otra
               manera, yo le doy la razón: abrir con mano fría las puertas de la muerte, antes de que ella
               las abra, es justo en ocasiones. ¿No es esa misma idea la que, como un pertinaz tábano,
               me ronda y me perturba?
                     Porque un reino, cuyo rey está preso, vacila y se detiene; es como una persona cuya
               actividad interrumpe un vahido.  Demasiadas cuestiones afligen a  Granada como para
               agregarle la cárcel del sultán.
                     ¿No puede ser utilizado aquí como la más mortífera arma contra ella?
                     ¿No sería prudente que un voluntario punto final cerrase el puntiagudo párrafo de la
               Historia que soy, y que, por pernicioso, convendría abreviar?


                     Bajo la desabrida luz —del Sol o de la Luna, ¿qué me importa?que desciende casi
               invariable por la aspillera, me planteo  cómo ha podido suceder. ¿No estaban
               desmoralizados los cristianos? ¿No era Lucena una ciudad indefensa?
                     ¿No había de ser imprevisto nuestro ataque? ¿No salimos de  Granada, mi alegre
               hueste y yo, como a una cacería? Hernando de Argote, el alcaide de Lucena, que me visita
               por lo general acompañado de su señor —un joven no muy alto, robusto y de mirada poco
               firme—, me ha contado algo en mi idioma. (Yo a nadie he dicho que hablo el suyo, lo cual
               me permite escuchar por dos veces, disponer de más tiempo para la respuesta, y comprobar
               si yerra el trujamán al traducirme.) Con ello, con lo que vi yo mismo y con lo que llegó a mis
               oídos en los días que pasé entre los oficiales, he podido saber cómo los acontecimientos se
               opusieron a mi fortuna.
                     ¿Tendré que atender  en adelante a los augurios y las supersticiones?  Al cruzar
               gozosos la Puerta de Elvira entre el entusiasmo de los granadinos, recejó mi caballo, y se
               partió contra una de las jambas el astil de mi lanza.
                     Yo, que conozco a mis súbditos, miré a los más próximos y vi la alarma en sus rostros;
               pedí otra lanza riendo. ‘Yo sé cómo vencer al destino’, grité con insolencia para confortarlos,
               y espoleé a la cabalgadura. Pero a un tiro de ballesta de Granada, al salvar la rambla del
               Beiro, una zorra de pelo reluciente y espesa cola enmudeció a los que cantaban, atravesó
               las filas y pasó a la carrera junto a mí. Ni flechas ni jabalinas la abatieron; desapareció ilesa,
               tan veloz como había aparecido.
                     Algunos principales me alcanzaron y, entre bromas y veras, me pidieron que
               aplazáramos la acometida a los cristianos. Yo me burlé en sus barbas, maldije sus aciagos
               vaticinios que ponían en entredicho la juventud de nuestros hombres, y continué al trote. Al
               anochecer llegábamos a Loja; allí la impavidez de mi suegro tranquilizó los ánimos de todos.
                     El ejército constaba de tres cuerpos: uno, mandado por Hamed Abencerraje; otro, por
               Aliatar, y el tercero, por mí. Consultado mi suegro, mandé a Hamed con trescientos hombres
               a una operación de hostigamiento y distracción por tierras de don  Alonso de  Aguilar,
               ocupado aún en enjugar y lamentar la derrota de la Ajarquía. Había de obtener allí trofeos y
               despojos.
                     Fue el domingo 20 de abril. Tardaré en olvidarlo.
                     Mi suegro y yo partimos con el jubiloso ejército hacia Lucena.




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