Page 113 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               haya encontrado más  solo e impotente.  No sabía qué hacer.  Mi caballo, con su mirada
               pendiente de la mía, esperaba desde el cieno que lo llevase a tierra firme.  Igual que él
               somos todos, siempre que tengamos a quién dirigir nuestra plegaria; no lo tenía yo. Entre la
               niebla, desamparado y a la vez protegido por ella, saqué fuerzas de flaqueza, levanté con un
               sollozo mi espada, y degollé de un tajo a mi caballo.
                     Sus ojos me miraron con estupor y sin ningún reproche; se cuajaron después. Tuvo
               varios espasmos y dejó de sufrir. Su sangre me había salpicado la cara, y me empapaba el
               brazo. Sentí una arcada. Vomité entre unas zarzas. ‘Traiciones y mentiras —me decía—.
               Mentiras y traiciones. ¿Contra cuántos enemigos ha de luchar un hombre? ¿Es mi guerra
               ésta? ¿Esperaba alguien que yo hiciese algo con tanta fuerza en contra? ¿Qué ha faltado?
                     ¿Es mía la culpa? ¿A quién conduzco? ¿Quienes son mis aliados?
                     Estoy solo. Estoy solo. ¿Quién ha muerto por mí además de mi caballo?’ Así pensaba
               cuando recibí una pedrada que me acabó de oscurecer la mente. No perdí, sin embargo, el
               sentido del todo. Vi tres o cuatro peones que se acercaban con puñales y palos y una pica.
               Intentaban prenderme. Me defendí con el alfanje, y herí a uno. El de la pica la enarboló para
               atravesarme.  Me rendí.  Era todo como si no estuviese sucediendo.  Escuché que  se
               proponían matarme  y apropiarse de mis ropas y armas.  Lo iban a hacer, cuando
               aparecieron dos soldados de  Baena: eso decían; los otros eran de  Lucena.  Traían a su
               cargo cuidar de la rezaga, e impedir que los codiciosos mataran  a los  heridos para
               adueñarse de un arma, de unas botas, de un velo o de una silla.
                     Acudieron más soldados; con los que ya había se disputaron la posesión de mi
               persona. Se enzarzaron a golpes y a empujones. Sólo estaban de acuerdo en que habían
               de matarme, y ‘aquí paz y después gloria’, repetían. Entretanto, despojaron a mi caballo de
               su arnés. Los tres o cuatro primeros, al ver que les arrebataban su presa, gritaron a voz en
               cuello:
                     ’¡Lucena! ¡Lucena!’ Llegó al galope un muchacho con superioridad. Era el alcaide de
               los Donceles, que perseguía a los pocos que quedaban de mi hueste. Le refirieron, cada
               uno a su modo, la reyerta. Me preguntó quién era yo.
                     Muchos soldados saben suficientes palabras árabes para entenderse con nosotros en
               cuanto les conviene.
                     Uno tradujo mis palabras.
                     —Soy hijo de Aben al Hajar, alguacil de Granada y principal del Reino.
                     El alcaide me examinaba con sus ojos pequeños y sin energía. Echó pie a tierra. Se
               desatacó una de sus agujetas y, con el cordón, él mismo, sin dejar de observarme, me ató
               los dos pulgares. Se volvió luego a uno que lo acompañaba:
                     —Toma diez lanzas, y llévalo al castillo. Yo sigo al conde, que va tras de los moros; no
               me fío de él, no sea que me deje sin nada que tomar.
                     Hasta ver lo que vi en el camino de Lucena ignoraba lo que es una batalla y por qué
               se guerrea.
                     No es una cuestión de religiones, ni de ideales, ni siquiera de querer imponer por la
               fuerza nuestra religión  y nuestros  ideales;  sólo es una  cuestión de  ruindad y miseria:
               apoderarse de lo que otros disfrutan, apoderarse de sus  bienes y de sus posesiones, y
               arrebatarles hasta sus vidas para que no puedan defenderlos.  Arrastrar los cadáveres
               mientras se les quitan sus calzados; cortarles los dedos para sacarles los anillos; revolcarlos
               para arrancarles sus escarcelas; desnudarlos para robarles su ropa interior. La guerra no es
               un asunto de azar, como había creído hasta ahora, sino de carroña. Los vencedores son los
               primeros buitres, que cederán su turno a los otros cuando se marchen con el botín.
                     Nadie hace la guerra porque crea en una cosa u otra, sino porque el enemigo tiene
               algo que él desea tener, y es por  eso precisamente por lo que se  llama el enemigo.  Lo
               demás es mentira; lo demás son disfraces. Ante la indignidad de lo que me rodeaba no me
               extrañó que mis soldados diesen la espalda a aquello.
                     Me llevaron junto a los demás presos. Eran muy numerosos. El desastre había sido
               total. Entre muertos y cautivos, cerca de mil caballeros, de lo más decoroso de Granada, y
               más de cuatro mil peones. Es decir, las dos terceras partes de mi tropa. Y seguían trayendo
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