Page 109 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Aseguran algunos que el sinsentido de los sueños es una consecuencia de hechos
               anteriores, o que se explican luego en la vigilia y en ella se confirman. He tenido un sueño
               —o el sueño me ha tenido— de desamor y de orfandad. Había un mar sin movimiento, como
               un estaño inerte; había una alta fortaleza de ceniza, y una nevada sobre un jardín de rosas,
               y una herida que no cesaba de sangrar y que hablaba. Y soñé que, por fin, había muerto.
                     Debe de haber sido  entonces cuando inexplicablemente me derramé de nuevo;
               porque me he despertado más alicaído que ayer y húmedo aún.
                     Acaso el final de la agonía no sea otro que un orgasmo ya póstumo, como dicen que
               les sucede a los ahorcados.

                     Despierto sí que sueño: en todos los cautivos junto a los que he pasado sin fijarme; en
               los cristianos de las mazmorras de la Alhambra, cuyas condiciones de muerte —me niego a
               escribir de vida— jamás me preocuparon; en los cientos de pájaros exóticos encerrados en
               jaulas de plata, devorándose cada noche entre sí, enloquecidos por la contradicción de tener
               alas inservibles (con sus trinos y con sus plumajes me embelesaban y me cautivaban: me
               cautivaban los cautivos)... No un ensueño, sino una pesadilla son todos para mí, hoy que
               sólo veo el cielo por la estrecha tronera de esta torre.

                     Esta mañana ha entrado por la tronera un gorrión. Aleteaba aterrado y se golpeaba
               contra el muro, me daba ejemplo de lo que tendría que hacer yo. Con la paciencia de todo
               prisionero, cuyo tiempo se dilata y no corre, y agradece cualquier distracción que lo distancie
               de sí mismo, he conseguido cansarlo y apresarlo (yo,  el preso).  Su pequeño corazón
               palpitaba, perdido el ritmo, entre mis dedos. Y el miedo me ha invadido a mí también.
                     Delante de una vida que nada tiene que ver con la mía y que puedo extinguir, delante
               de su terror a mí, reflejado en sus ojos minúsculos con los que me pedía perdón por estar
               vivo, me aterré yo. He afinado mi puntería y, a riesgo de estrellarlo, lo he lanzado como una
               piedra a la tronera. ‘Tu muerte  —le dije— es preferible a tu tenebrosa vida  aquí.  Sal.
               Inténtalo.
                     Para que vivas, es preciso este ensayo de muerte.’ Con limpieza pasó entre las dos
               aristas del estrecho orificio. Me embargó la primera alegría desde que fui apresado.

                     Y sueño despierto en las criaturas que me acompañaron, silenciosas, hasta ayer
               mismo, y que no es improbable que me añoren.
                     Mis inquietos perros de caza y mis halcones, a los que las caperuzas oscurecen el día.
               Les estará dando su pitanza, si lo hace, una mano distinta; ¿no me echarán de menos?
                     Acaso la comida les oculte la mano... Y las flores, que clamarán con su aroma en los
               jardines alborotados de la primavera. Sueño con los paseos de arrayán, con el azahar ya
               desprendido (no hay estaciones para los cautivos: para ellos, en la libertad del exterior, es
               siempre primavera), con las lozanas huertas del  Albayzín, con los almendros que,
               despojados de su manto blanco  o rosa, comenzarán a endurecer la almendra bajo el
               estuche tierno de la alloza.  Y sueño con el sol que, al arreciar, con caricias ardientes,
               disipará poco a poco la nieve de la sierra.
                     Pero quizá  más que con nada sueño con mis libros,  los fieles obedientes que  se
               dirigieron tanto tiempo a mí con voces disponibles.
                     Cuando en mis manos la soledad era como un verdín; cuando sólo los desprovistos
               me asistían y los demás me habían desechado; cuando una y otra vez el amor se hizo el
               desentendido, me persiguió mi padre, me fustigó mi  madre; cuando todos, quizá excepto
               Moraima, requerían de mí lo que no tuve nunca...
                     Ellos, inconmovibles, han sido mi soporte y mi certeza. Por eso los echo de menos en
               esta hora acongojada en que alargo la mano y no los toco.





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