Page 112 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Nos hallábamos a lo largo de una ladera, abajo de una cuesta, y me preocupó la
               situación y la cantidad de nuestros perseguidores. Al observarlos, vi sobre ellos una enseña
               que yo desconocía y pregunté a Aliatar, muy ducho en ellas.
                     —Desde aquí me parece que es  un perro, señor.  Y ése es el escudo de  Úbeda y
               Baeza. Quizá nos convendría seguir viaje a toda velocidad; por lo que veo, se ha reunido
               buena parte de  Andalucía en contra nuestra.  Puede que quieran vengar en nosotros sus
               últimos desastres.
                     (Ya demasiado tarde, supe que no era un perro la divisa de la enseña, sino una cabra,
               muy poco conocida porque el señor de Baena no solía luchar con el escudo de su condado,
               sino con el de su señorío, y hacía bastantes años que no sacaba aquél, pero acuciado por la
               urgencia, olvidó su enseña habitual de  Baena y, al pasar por  Cabra, recogió su divisa.)
               Llegados a este punto, la sugerencia de mi suegro no era admisible sin desdoro.  Mandé
               tocar añafiles y melendías, y dar la grita común entre nosotros. Respondieron con otra no
               menos nutrida los cristianos, con lo que el campo entero daba voces. Salieron ellos a buen
               paso fuera del monte que los encubría; avanzaron en orden. Gozábamos nosotros de mejor
               posición para la lucha. De repente, volvieron las espaldas. Creí que huían. Ordené atacar.
               Lo que intentaban era, sin embargo, trepar  por la ladera, de modo que, al romper, se
               equiparasen a nosotros y trabajasen menos sus caballos.  Sin más, el primer choque se
               produjo.
                     Entre el polvo y el griterío, el tiempo se detuvo; creo que así sucede siempre en las
               batallas.  Ya no existía el paisaje,  verde, florido y aromado.  Ni la niebla ni la polvareda
               permitían ver al enemigo, más numeroso en apariencia que nosotros.  Descendía con
               rapidez desde su posición, que había abierto mucho, y nos cercaba.  Tuve un
               presentimiento; lo rechacé. La confusión era terrible, y, pese a mi inexperiencia, percibí que
               perdíamos terreno.  No sé cuánto llevábamos luchando, cuando tronaron unas raras
               trompetas. Corrió hacia mí Aliatar.
                     —Pienso, señor, que hay tropas extranjeras.  Aquí no se usan tales instrumentos.
               Cubro tu retirada.
                     Sálvate.
                     Pero era tarde ya. Mis hombres reculaban sin orden ni concierto.
                     Yo, fuera de mí, les grité para que se detuvieran.
                     —Teneos. Sepamos antes de quién huís. Es gente que siempre hemos vencido.
                     No me hacían caso. Huían. No todos, pero huían.
                     —La salvación está en vuestras manos —gritaba yo—, no en vuestros pies ni en las
               monturas. Teneos.
                     Los que quedaban a mi alrededor se batían con nobleza.  Bajaban por la cuesta
               nuevos refuerzos enemigos. Eran los retrasados: Alonso de Aguilar, el alcaide de Luque, el
               de Doña Mencía, los peones de Santaella, los auxilios venidos de La Rambla, de Montilla,
               de Castro del Río, de la Puente de don Gonzalo y hasta de Antequera.
                     Habían respondido ahora a las almenas de  rebato.  Todos estaban dispuestos a
               desquitarse del desbarato de los montes de Málaga, con encono y resolución. Mis pocos
               caballeros fieles se desmandaron y me arrastraron en su huida.
                     —¿Es que no vais a defenderme?
                     Tornad por vuestra fama. Teneos, teneos —seguía yo gritando inútilmente.
                     Me había quedado solo.  Me ensordecía el  fragor.  Oía gritos, quejidos, amenazas,
               blasfemias, pero cada vez más lejanos. La contienda se apartaba de mí, no yo de ella. A mi
               derecha, corrían las aguas del Martín González. Mi caballo “Shir” (que quiere decir “Magia”),
               se atascó en el fango de la orilla. No conseguía avanzar ni retroceder. Una flecha se le clavó
               en el pecho. Inmovilizado, sangraba y resollaba con un ruido angustioso. Me di cuenta de
               que yo estaba a pie, en medio de los enemigos que volvían. Todo se hundió: la guerra, la
               vida, la muerte, el riesgo, y yo también, que nunca sería el mismo. Sólo vi ya los ojos de
               “Shir”.  Giraban sin cordura, me suplicaban que lo sacara del atolladero para que él me
               sacase a mí del mío. Quizá ése fue el momento de mi vida, antes de esta prisión, en que me

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