Page 116 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               porque todos lloraban— oí comentar sobre lo que el profeta Jesús exclamó a punto de ser
               crucificado: ‘Sobre mi túnica echaron suertes, y se repartieron mis vestidos’.)  Las veinte
               banderas de las puertas de Granada, más mi pendón real y el de mi suegro, fueron a poder
               del conde  de  Cabra, que se tiene en todo  momento,  y de ello alardea, como adalid
               indiscutible de la “gesta”.
                     —Adornaré con ellos las tumbas de mis padres; les servirán de orgullo y testimonio a
               mis sucesores desde ahora en adelante.
                     Sé que se los ha llevado en procesión solemne, entre cruces y cantos religiosos, a su
               casa de Baena.


                     Hoy ha venido a verme, como cada mañana, el señor del castillo.
                     Me traía ropa, imagino que a cambio de la mía, que se ha quedado.
                     —No está a la altura de vuestra alcurnia, señor; pero también iremos remediando esto.
                     Me ha preguntado —lo hace de costumbre— si estoy bien atendido.
                     Está claro que no quiere que muera de hambre, ni de sed, ni de miseria; está claro
               que quiere presentarme a su rey en buenas condiciones. Él y su madre se ocupan de mí con
               diligencia. No me cabe agradecérselo más que de palabra, porque no me han dejado ni una
               sola alhaja con que obsequiar a esta escrupulosa, antipática y cristianísima señora.
                     Don Diego, cuando se había despedido ya, me ha preguntado:
                     —¿Recibiríais a un pariente mío?  Es don  Gonzalo  Fernández de  Córdoba.  Me ha
               manifestado un deseo muy especial de conoceros.
                     No necesitaréis un trujamán, porque él puede expresarse en vuestra lengua.
                     Aburrido como estoy, no menosprecio ninguna ocasión de conocer nuevos cristianos,
               con la remota expectativa de que alguno me resulte más interesante que interesado.
                     Hoy creo que topé con un espléndido ejemplar.

                     Al entrar en mi estancia, antes aún de que levantara la cabeza tras rendirme pleitesía,
               lo he reconocido.  No es que se conserve idéntico desde hace —¿cuánto ya?— cuatro o
               cinco años. Los labios se le han endurecido, ya no luce la ávida boca infantil que tanto me
               llamó la atención en la faz de un  guerrero; su nariz se ha afilado un poco más, se han
               levantado y ajustado sus pómulos; se ha arrugado su frente.
                     Pero sus ojos ostentan aún la misma agudeza y el mismo brío que ostentaban, delante
               de mi padre, la mañana en que asistí por vez primera a una embajada en el salón del Trono.
               ‘Don Gonzalo Fernández de Córdoba’, me musitó al oído El Maleh. Y ahora estamos solos
               los dos (y digo solos porque estar con el doncel alcaide de los Donceles es como estar sin
               él), cara a cara los dos, midiéndonos con respeto y con una simpatía mutua, probablemente
               insensata y probablemente también inevitable.
                     Me di cuenta de que él o no me recordaba o no se fijó  en mí en aquella ocasión,
               deslumbrado por el lustre de la corte nazarí, que  es justamente para deslumbrar
               embajadores para lo que más sirve; sin embargo, me cuesta figurarme a don Gonzalo bajo
               un deslumbramiento.
                     En cualquier caso, no era correcto que se lo preguntara: preso o no, yo soy rey; los
               castellanos  tienen un culto por la realeza, sea la suya o no, difícil  de igualar por otros
               pueblos.
                     Me senté; él permaneció en pie.
                     Junto a su figura, la del alcaide se desvanecía. Pensé: ‘El muchacho desea ser como
               él cuando tenga su edad; pero él debió de empezar a ser como es antes de la edad del
               muchacho. Y, por otra parte, ¿cuántos años tendrá? No creo que nos lleve, al alcaide y a mí,
               más de diez; quizá menos: la guerra, cuando no mata al hombre, lo envejece.’
                     —Podéis hablar —le dije.



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