Page 119 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               una forma nueva del conflicto, una última etapa que comienza. Yo tengo mis ideas, señor:
               creo que la caballería no es desde ahora lo más importante, sino la infantería: una infantería
               brava y bien mantenida, agrupada en cuadros muy sólidos, de fácil maniobra, y apoyada por
               una artillería —vacilóconvincente.
                     —¿Por qué me decís esto? ¿No son secretos vuestros? ¿O es que me mantendréis
               aquí hasta que ese nuevo conflicto —subrayé la expresión— se resuelva?
                     Ahora la ironía estaba en mis ojos; los suyos chispeaban. Añadí:
                     —Yo no soy un estratega, capitán. Soy simplemente el rey.
                     Me levanté.  Él entendió que cerraba la audiencia.  Inclinó su hidalga cabeza.  El
               alcaide, que había asistido a la entrevista sin mostrar curiosidad excesiva, creyó notar algo
               discordante en la despedida. Se apresuró a decir:
                     —Don Gonzalo, el rey es mi prisionero. Ya habéis abusado bastante de su paciencia;
               espero que no hayáis abusado de mi hospitalidad.
                     —Disculpadme —respondió don Gonzalo.
                     Volvió a inclinarse frente a mí.  Los dos salieron.  Yo paseé cabizbajo por el escaso
               trecho de la estancia.

                     Comprendo que el capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba dice la verdad, y la
               dice con justeza; que no es un iluso, ni un farsante. Deduzco que, dada su sinceridad, se va
               a tardar mucho en liberarme, o se  pretende sembrar la zozobra dentro de mi corazón.  Y
               deduzco también que me he de ver si vivo, dentro o fuera de aquí, otras veces con él. La
               expectativa no me desagrada: hasta como enemigo es preferible a los demás.
                     De cualquier modo, da igual que la guerra sea vieja o nueva. Esté yo fuera o dentro de
               aquí, no podré gobernar. No regiré a mi pueblo en la paz, que es a lo menos que un rey
               puede y debe aspirar; toda mi vida habré de hallarme en estado de sitio: un estado en el que
               la normalidad será siempre aplazada, y el bienestar siempre se dejará para mañana, para
               un tiempo placentero y sosegado que no llegará nunca.
                     Tendré que contentarme con algo previo, que quizá ni siquiera consiga: defender mi
               derecho al trono contra los de dentro y los de fuera, contra los que ya ni siquiera puedo
               llamar míos y contra los que ellos mismos se llaman enemigos. Pero ¿quién me juzgará por
               lo que nunca podré hacer?  Para los venideros sólo seré un rey  que no entendió las
               exigencias de las razas y de las religiones; que no aprendió a distinguir una sangre de otra;
               que sólo tuvo una seguridad: la de que lo único que reclama cualquier sangre es no ser
               derramada.


                     Hoy el alcaide me ha traído un traje de terciopelo, negro por descontado. Me hablaba
               con notable emoción.
                     —Se han recibido las órdenes del rey. Mañana partimos de Lucena. En mi señorío de
               Espejo nos encontraremos con mi tío, el conde.
                     Juntos os  custodiaremos, con toda solemnidad, camino de la corte, que está en
               Córdoba.
                     Instintivamente miré a lo alto; por la tronera se divisaba un girón de cielo de
               impertérrito azul.
                     —¿Veré al rey?
                     —Nuestros reyes no acostumbran ver a sus prisioneros si no es para darles la libertad
               con su presencia.
                     —Queréis decir que yo no lo veré.






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