Page 124 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
—Ahí reside la primera verdad —le respondí mientras me levantaba.
Y entonces vi que la rica tela de oro de su capa había sido tejida por algún musulmán,
porque en ella estaba escrita en árabe la aleya 22 de la azora del Éxodo del Corán: ‘Él es el
que conoce el misterio y el testimonio.’
‘Todo está, pues, en su lugar’, pensé.
Don Martín de Alarcón es un hombre rollizo. Su cara más bien redonda y roja denota
un buen comedor y bebedor. Tiene fama también de buen guerrero, aunque de eso en
Andalucía todos tienen la fama, porque, si no, los devuelven a Burgos o a Segovia. Lo que
más destaca en él son sus manos, afiladas y blancas, casi de mujer.
Las enclavija con frecuencia, y, como una manía, levanta la derecha al hablar hasta la
cruz de su orden que ostenta sobre el corazón, como si tratase, engreído por ella, de
mostrarla.
—Mi buen señor —repite con la mano en la cruz—, ¿qué puedo hacer por vos aparte
de recomendaros paciencia? No me está permitido ni rogar por vuestra libertad a Nuestra
Señora de la Merced, en cuyas maternales manos —y entrelazaba las suyas— depositamos
los cristianos el destino de nuestros cautivos.
El castillo de Porcuna se alza sobre una roca, cuyas tajaduras le sirven de cimientos.
En su torre octagonal me han habilitado hospedaje y prisión. El trato de los caballeros
calatravos es afectuoso y cordial, hasta el punto de forzarme a pensar que la prisión entre
ellos va a ser larga; me gustaría ser peor tratado, pero por menos tiempo. A través de las
ventanas veo la sierra de Luque y, en primer término, olivos y jarales. Es un paisaje adusto,
a medio camino entre los mimados jardines de Granada y los arriscados esquistos de la
Alpujarra, con sus tajos y vaguadas grises y pedregosas, con sus abruptos barrancos; más
abierto que uno y otro, dispensa la serenidad de ánimo que con tanto reconocimiento recibe
un prisionero.
Deben de haberse iniciado las gestiones para mi rescate, quizá apresuradas por mi
madre, Ibn Abdalbar y Aben Comisa. Lo digo porque, al solicitar, entre otros utensilios de
aseo y vestimenta, unos libros de la Alhambra y algunas manos del papel de la cancillería,
me han sido traídos antes de lo que esperaba —si es que lo esperaba, ya que mi padre
reina allí—. Por eso puedo continuar escribiendo en los papeles carmesíes, a los que estaba
acostumbrado.
Lo que me propongo, para poner en claro mi situación que tan enlazada está con la de
mi pueblo, ahora que tengo todo el tiempo para reflexionar, es contarme a mí mismo
someramente “la historia de la Dinastía” a la que pertenezco.
Eso quizá me ilumine sobre cómo actuar en circunstancias que, con no haberse visto
en ellas ninguno de los sultanes anteriores, no serán tan contrarias que no saque de tal
estudio alguna asesoría. Y, en último término, haré un bien a mis dos hijos —cualesquiera
que sean los hechos posteriores en que me vea sumido— si les narro lo que hoy anda
disperso y deformado, en tono familiar, sin los coturnos en que los cronistas oficiales suelen
aupar a quienes los corrompen. No será malo que, después de haber aprendido en Ibn
Jaldún qué es y cómo ha de leerse la historia de los hombres, con mi propia voz diga lo que
sé; a la manera de aquel pariente mío Ibn al Hamar, hijo de Yusuf II y nieto del gran
Mohamed, cuyos escritos son algunos de los que pedí. O, para ser más sincero, quizá a lo
que aspiro es sólo a entretener mis días vacíos, y a no desesperarme esperando contra toda
esperanza. Porque, en el fondo, la grandeza del ánimo consiste en que la noche nos coja
mirando de hito en hito al sol poniente. La ciudad más hermosa, incluida Granada, tiene
bárbaros arrabales, y es imposible contar la propia historia sin contar las ajenas, ya que la
Historia con mayúscula —si la hay, y no es que se inventa cuando ya ha transcurrido— se
compone de las minúsculas, igual que la cubierta de una jaima regia, de retazos y de
humildes remiendos.
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