Page 129 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               visibles y bien vigilados, porque multiplicaban  los brazos  de su pueblo, pero también el
               avispero. Venían a bandadas de Murcia y de  Valencia; lloraban por sus vidas perdidas y
               anhelaban reconstruirlas.  Solía ser gente trabajadora —más que la granadina—, que se
               arrobaba ante la belleza de su nueva ciudad. [Yo he visto llegar después a muchos como
               ellos: con toscos almazares secan sus lágrimas; en una cesta al  brazo acarrean sus
               recuerdos, y en un burrito, sus mujeres mezcladas con aperos, y, tras él, una recua de hijos
               silenciosos.  Los vencidos, sean  del bando  que sean,  tienen siempre los mismos ojos
               húmedos.] “El Fundador” fue, sobre todo, riguroso en el cobro de impuestos.
                     Ellos y los botines eran su única fuente de ingresos: no podía descuidarlos. Exigía su
               pago a los ciudadanos como el  precio de la seguridad que les vendía: una inamovible
               condición para ser defendidos. Para recuperar los impuestos impagados correspondientes a
               plazos anteriores, detuvo  y torturó a los recaudadores hasta que confesaron nombres,
               cómplices y escriños; el recaudador mayor de  Almería, por ejemplo,  Abu  Mohamed  Ibn
               Arús, murió a consecuencia de esas torturas.  La decisión  tomada era irrevocable:
               administrar su Reino minuciosa y férreamente, como quien administra una finca privada: con
               el mismo derecho absoluto y el mismo amor también e idéntica responsabilidad.  Un
               mediodía subió hasta la fortaleza de los reyes ziríes, los que habían terminado de tan mala
               manera: aquella fortaleza que construyó el judío del que me habló el médico Ibrahim. Subió
               hasta ella, y dijo: ‘Ésta será mi casa.’ A la espera de días mejores, durmió en una tosca
               tarima en lo que hoy es Torre del Homenaje. (Igual que yo en Lucena y en Porcuna, pero él
               allí era el rey.) Entre sus blancas y severas bóvedas, bajo sus cúpulas primitivas, alimentó
               su destino, y se alimentó con su pasión de mando, tan poco nutritiva para quien no la siente.
               Fue construyendo el Reino en torno suyo, a su medida, como quien se hace un traje. Y, en
               cuanto al exterior, para precaverse contra su propio soberano —el  de  Castilla, al que
               naturalmente odiaba—, con la remota expectativa de sacudírselo a la primera oportunidad,
               se inclinó hacia sus hermanos musulmanes del Magreb. Es decir, puso la fe por encima de
               la vecindad; creyó en la religión, pero sin fanatismo, salvo que el fanatismo le beneficiara; la
               entendió y la usó como algo pertinente y razonable, de lo que se ha de echar mano cuando
               conviene.
                     Porque la religión, si no es un oficio amoroso interior, es un flameante espejismo, una
               llamada de socorro, o un grito de guerra: como tal ha sido utilizada, lo es y lo será por todos
               los políticos.

                     El rey Fernando III puso su siguiente blanco en Sevilla; asediarla y penetrarla requirió
               sus fuerzas íntegras; se le aproximó por tierra y por agua; hasta el almirante vasco Bonifaz
               bajó del  Norte.  Era un bocado que merecía la pena. “El  Fundador”  Mohamed formaba
               entonces parte de las ‘fuerzas íntegras’ del “Santo”: lo ayudó en la conquista de Sevilla.
                     La religión, por consiguiente, en este caso,  pasó a segundo plano: había otras
               presiones más urgentes.
                     En otro Ramadán (se conoce que los cristianos son dados a aprovecharse de nuestros
               ayunos), tras seis meses de sitio —para ellos era diciembre de 1248— se rindió la ciudad de
               la  Giralda.  Cuando “el  Fundador” volvió a  Granada, lo aclamaron sus  ciudadanos:
               ‘¡Vencedor! ¡Vencedor!’; pero él, sabiendo muy bien lo que decía, contestó una vez y otra:
               ‘No hay más vencedor que Dios.’ Y ese resumen de un pecado fue en adelante el lema de
               nuestra Dinastía.
                     Pero, receloso del poder de Castilla, “el Fundador” situó otra vez la religión en primer
               plano: se obligó con un pleito homenaje al califa de Bagdad; sumisión por sumisión, eligió
               someterse al grande más lejano. Sin embargo, la relación no duró mucho: en cuanto vio que
               los almohades recuperaban su firmeza en el Norte de África, volvió a ellos sus ojos y sus
               homenajes; se unió al sultán de Marraquech, Al Rachid. pero se le murió en seguida, y no
               dudó un momento en dirigirse hacia los emires de Berbería y Túnez, que eran los enemigos
               de Al Rachid.
                     Las cosas como son: para los débiles, y aun para los que comienzan a dejar de serlo,
               los gestos de sometimiento son los más eficaces; y a la eficacia, no a las hazañas ni a la
               epopeya, es a lo que han de aspirar. Para ser cabeza de ratón es bueno practicar siendo
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