Page 132 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               cambiara el curso de los sucesos, o que los blanqueara y los santificara? El recurso de las
               guerras santas, a que  tan aficionados hemos sido  los del  Norte y los del  Sur de  esta
               Península, ¿fue algo más que una desesperada búsqueda de alianzas?
                     Mis antecesores, todos —eso quedaba claro—, supieron que de África nunca cruzó
               nada a  Andalucía que le trajera buenas consecuencias: ¿quién designó jamás a un lobo
               custodio de un rebaño? Siempre que recurrieron al Magreb, revivieron antes o después el
               pavor de los dos errores históricos —la petición de auxilio a los almorávides y luego a los
               almohades— en que los andaluces fuimos por lana y volvimos trasquilados. (Sin embargo
               me divirtió distinguir, caso por caso, cuándo el sultán de turno se asustó, como el niño que
               primero invoca al fantasma y después grita, o hizo ver que se asustaba, como quien bebe
               vino para excusar lo que sabe que hará una vez beodo.)  De este lado del  Estrecho se
               hallaron a lo largo de los siglos, y aún se hallan, nuestro corazón y nuestra fuerza. De ahí —
               y esto no es fácil reconocerlo, y aún menos confesarlo ahora— que sea mayor nuestra
               afinidad con los cristianos de la  Península que con los musulmanes africanos: la
               convivencia, aún la más agria y violenta, siempre da un aire de familia.
                     En pro de esta opinión, he comprobado como arriba y abajo de la oscilante frontera,
               en toda la duración de la Dinastía, se reflejaron los mismos avatares igual que en un espejo.
               Si entraban los cristianos en épocas desmayadas, también nosotros; si en disidencias
               internas, nosotros también. Cuando, a principios de este infausto siglo, los castellanos se
               aferraron a la guerra como a un ideal caballeresco, nos equiparamos a ellos con la
               confirmación, paralela y  vistosa, de la familia de los abencerrajes.  (Durante los últimos
               reinados, éstos han  sido un puente entre  Castilla, con quien mantuvieron y mantienen
               relaciones al margen de la oficialidad, y nosotros; de ahí su habilidad para sacarse de la
               manga, cuando nadie  lo espera,  un aspirante al trono cuya educación es mucho más
               castellana que andaluza.) ¿No han proliferado, en Granada como en Castilla, durante la paz,
               las sublevaciones y los descontentos, hasta el extremo de hacernos añorar las épocas de
               guerra? Y, cuando entre nosotros no ha sido necesaria la muerte para mudar de sultán (no
               hablo de la natural, por descontado, aunque la provocada llegó a ser entre nosotros la
               verdaderamente natural), es porque nuestra organización religiosa y social y familiar es
               menos apretada y coherente que la de ellos, y nuestras formas de sucesión más arbitrarias.
               Por eso a los reyes castellanos, que se suceden con estricta rigidez, les trae sin cuidado
               quién sea el sultán de Granada: ellos aspiran sólo a que nadie lo sea de modo inamovible,
               para, a través de familiares ambiciosos, alimentar desavenencias y urdir suplantaciones.
                     Pero mejor sería preguntarse si es que a los propios granadinos les importó qué sultán
               los gobernara.
                     Era bueno el que les otorgaba seguridad, aminoraba los impuestos y espaciaba las
               algaradas: más no querían saber. Salvo ciertos relumbros o ciertas rachas de suerte, mis
               predecesores se parecieron todos, y más desde más lejos.
                     Cuando, poco después de que los cristianos  entronizaran la rama bastarda de los
               Trastamara, el primer  Ismail inauguró la segunda rama de nuestra  Dinastía, ¿qué fue lo
               nuevo? Se ha dicho —y ya es mucho decir— que a simple vista los sultanes de esa rama
               usaron un mayor rigor moral y religioso.  Más cierto es,  sin embargo, que los  sultanes
               nazaríes no íbamos a ser ya ni poetas ni astrónomos: no nos quedaría tiempo; tendríamos
               que apoderarnos, a la cabeza de las tropas, de fortalezas y ciudades.
                     Pero, excepto para los  reyes, ¿fue sustancial tal cambio?  A pesar de lo que se ha
               escrito, ¿no continuaron siendo los pilares del  Reino la unicidad de  Dios y la espada de
               Dios, al menos de palabra? ¿No persistieron las dos constantes de esta contienda
               interminable: la pugna por el  Estrecho, que puede favorecer o impedir los ambiguos
               socorros africanos, y que el único objeto de las treguas sea fortalecerse para las guerras
               próximas y cambiar de aliados? Los sultanes de la segunda rama ejercieron, como Dios les
               dio a entender, su oficio: continuar la lucha invariablemente, legislar lo más útil sobre los
               judíos, y procurar una mayor decencia en las costumbres: son los tres viejos anhelos de mis
               antepasados. No obstante, creo que nada de lo antedicho caracteriza de veras a la segunda
               rama, sino la forma de morir sus  sultanes: contra los de la primera se usó el agua o el
               veneno; a partir de Ismail I ha habido sólo sangre, mucha sangre, continua y ardientemente


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