Page 135 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               amante, que a su vez avanzaba ligero hacia una mala muerte. Todo hombre edifica su casa,
               sin saberlo, al borde de un derrumbadero.
                     Como prueba bastaría decir que en aquel mismo año nací yo.] El duque de Medina
               Sidonia y el conde de  Arcos, mediante la traición de un renegado, se apoderaron de
               Gibraltar, y don  Pedro  Girón, maestre de  Calatrava, de  Archidona.  Tales pérdidas
               significaron un grave revés moral. Decepcionados y exasperados, los abencerrajes [que ya
               habían destronado a los dos primeros maridos de mi madre] trataron de sacar a la luz otro
               de sus pasmosos pretendientes. Mi abuelo Sad, en Granada, tomó las medidas oportunas
               para librarse de su férula: ejecutó a los dos miembros más relevantes de la familia, uno de
               ellos  Mufarrag, su visir.  Los destacados abencerrajes que habitaban en la  Alhambra
               huyeron a Málaga y se rebelaron allí; sin tiempo para improvisar otro aspirante al trono, se
               proclamaron súbditos de Yusuf V, que había sido sultán por unos meses cinco años atrás, y
               al que Castilla abonó de nuevo como en el tiempo del condestable Luna. Se apoderaron de
               Málaga, de Granada y de la zona oriental del Reino con arterías, sobornos y extorsiones. La
               posición de mi abuelo  empeoraba por momentos; se vio  obligado a  firmar una costosa
               tregua, de noviembre a mayo, con Enrique Iv, para zanjar el peligro interior. En noviembre
               de 1463, por fin, fueron sangrientamente expulsados  los abencerrajes de  Granada.  Y en
               diciembre, para confirmación de mi abuelo, falleció Yusuf V.
                     Su sexta entrada la hizo Enrique IV en febrero de 1464. Se acercó con el frío desde
               Écija, buscando imponer nuevas cargas y negociaciones que mejorasen su tesorería.  En
               Jaén firmó con mi abuelo Sad una tregua de un año en la que se respetaba la libertad de
               comercio; pero en agosto mi padre se alió  con los abencerrajes  —indignados por las
               concesiones de mi abuelo a los  cristianos, o fingiéndose indignados— e intentó revivir
               gloriosas épocas que quizá siempre estuvieron muertas. Destronó a mi abuelo, y lo envió
               cautivo a Salobreña. [O quizá a la fortaleza de Moclín, nunca lo he sabido de cierto.] Los
               abencerrajes se opusieron en seguida a mi padre, y levantaron la bandera de mi tío, del que
               no solicitaron ni su consentimiento; era su táctica probada. Hoy me pregunto si, en realidad,
               no habrán estado de continuo en los últimos años sólo de parte de los cristianos, suscitando
               o fomentando las banderías que nos desustanciaban, y  aspirando a su propio  proyecto,
               sinuoso y desconocido para el Reino, en el que los demás o hemos obrado como dóciles
               piezas, o hemos sido eliminados.
                     Mi abuelo no tardó en morir.
                     Respetuoso póstumamente con la realeza, mi padre hizo que su cadáver fuese
               trasladado a Granada.
                     Yo recuerdo que mi hermano Yusuf, aún en brazos de una nodriza, y yo, de la mano
               de Subh, asistimos a su entierro en la rauda de la Alhambra. Declinaba la luz, y yo sé que
               temblaba, no sé si por el frío o por la circunstancia. La ceremonia fue muy breve y se verificó
               sin pompa alguna. Estaban sólo el sultán y unos cuantos príncipes de la sangre, entre ellos
               el espigado y hermoso  Abu  Abdalá; pero el gordo  Yusuf había excusado su asistencia.
               Acercaron el cadáver sobre unas parihuelas recién hechas, de las que emanaba el olor de la
               madera y el del aceite de algalia con que estaban untadas. El muecín había llamado antes,
               desde la puerta de la mezquita, al duelo con voz poco estentórea,  y fue el cadí el que
               excepcionalmente recitó la oración ritual de las grandes exequias. Luego el alfaquí mayor
               sahumó el cuerpo y las angarillas con un perfumador, cuyo aroma se unió al de la algalia y
               la madera nueva. Me acuerdo, sobre todo, de esa mezcla de olores. Mi madre, que acaso
               fue la única que quiso a mi abuelo, porque la reincorporó al poder efectivo de la Dinastía,
               tampoco asistió. O al menos yo no la recuerdo en aquella sombría tarde. No es extraño, sin
               embargo, que aunque asistiese no la recuerde yo; a pesar de la esencial importancia que mi
               madre ha tenido en mi historia —no sólo dándome la vida, sino poniéndola al servicio de la
               suya— la recuerdo siempre con una extraordinaria confusión. Como si mi memoria, por un
               instinto de  defensa, se negase a albergarla ante mi imposibilidad de convertirla en una
               madre diferente.




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