Page 133 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               derramada, salpicando pavimentos y zócalos, a ser posible por mano de los más íntimos
               miembros de la casa...
                     ¿Como no alegrarme de que el fuego consumiera tan feroces evocaciones que sólo la
               ferocidad de los  cristianos —mayor aún que la nuestra—, y su hambre, y su fingido y
               despreciable fanatismo, y su ansia de rapiña, lograron empalidecer?  De los datos que
               aportaba yo en la Historia se deducía que la heroicidad fue siempre menos productiva que
               los saqueos de pueblos y cosechas, que el rescate de los prisioneros, y que el comercio
               (que casi siempre permaneció intangible, pues de él se beneficiaba el enemigo tanto como
               nosotros). Porque, si lo que el enemigo llama reconquista fue una incansable continuidad de
               luchas religiosas —ni por su parte ni por la nuestra—, que se me vede a mí la entrada al
               Paraíso. Bien quemados están, pues, los papeles que tales pruebas aportaba.


                     Hoy resumo a vuelapluma lo referente a los treinta últimos años de la Dinastía, que es
               lo que más me afecta.

                     Aludiré en primer lugar a un suceso significativo.  En 1452 mi abuelo materno
               Mohamed IX “el Zurdo” mandó a Abdalbar, jefe de los mercenarios, al reino de Murcia con
               no más de doscientos caballeros y seiscientos infantes.
                     Triunfaron en  Murcia y  Orihuela; pero a la vuelta, en  Lorca, tropezaron con  Pedro
               Fajardo, hijo del famoso Yáñez, que los venció en la batalla de los Alporchones.
                     Fue una derrota sin pena ni gloria; pero los trovadores cristianos se la apropiaron y la
               exaltaron hasta la epopeya. En esta época, que es ya la mía, nadie como los poetas para
               inmortalizar bien una victoria bien una derrota: depende de lo que se les pague; o quizá de
               algo más, no estoy seguro, aunque temo que tendré ocasión de comprobarlo.
                     Juan II otorgó a Mohamed una tregua de cinco años. Pero no los disfrutó quien los
               había ganado a pulso: a principios del año 1454 murió “el Zurdo” de muerte natural: sólo ella
               podía acabar con él, tan contrastado en las  resurrecciones, ya que  fue destronado tres
               veces y entronizado cuatro.  Mohamed  XI “el  Chiquito”, segundo  marido de mi madre,
               sucedió a su  suegro.  Pero los  abencerrajes no lo querían; de nuevo opusieron otro
               candidato, educado también por destierro en la corte de Juan II.
                     Era  Abu  Nazar  Sad, pariente  de  Yusuf  Iv, llamado  Sidi  Sad, o  Ciriza, por los
               castellanos. Es decir, mi abuelo paterno.
                     Para entonces,  Álvaro de  Luna ya había sido ejecutado en  Valladolid: no  éramos
               nosotros los únicos que, desde lo más alto, echábamos a lo más bajo las cabezas.
                     El turno de la insensatamente llamada reconquista le correspondía a Enrique Iv. Antes
               de que muriera su padre, Juan II, mi abuelo Sad le había enviado emisarios solicitándole su
               intervención en las peleas granadinas por el trono. Al frente de ellos, Abul Hasán Alí, mi
               padre, fue retenido en Segovia como rehén no se sabe de qué. Lo acompañaba una lucida
               escolta de ciento cuarenta caballeros y treinta infantes, a la que se agregaron por el camino
               otros adictos a mi abuelo: trescientos hombres en total, que fueron instalados en Arévalo,
               probablemente para impedir que defendieran los derechos de nadie.
                     Porque, en la primavera de 1455, hubo en el Reino nazarí tres reyes compartiendo el
               poder (mi situación, por tanto, no es nueva bajo el sol): el rey “Chiquito” (al que seguían
               Granada, Málaga, Almería y Guadix); Mohamed “el Cojo” (que se negaba a retirarse, y tenía
               Illora y Moclín con sus castillos, y también Gibraltar); y mi abuelo (que residía en Archidona,
               gobernaba en  Ronda —cuya guarnición africana le era fiel—, y contaba en  Almería con
               algunos dignatarios). [Mi madre fue esposa de dos de ellos y  nuera del  tercero.]
               Usufructuario del descabalo, Enrique Iv se lanzó a la cruzada granadina.
                     En su primera entrada de cuatro días quemó las tierras de Moclín e Illora, y prohibió la
               guerra de escaramuzas, porque, audaz y ostentosamente, para deslumbrar a sus
               cortesanos, quiso concentrarse en ataques a las fuerzas vitales. En la segunda entrada, que
               duró dos semanas, taló  Alora y  Archidona,  en el camino hacia  Málaga, donde resistían
               Abdalbar y  Aben  Comisa; en sus  alrededores se entrevistó con mi padre, con el que se
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