Page 131 - El manuscrito Carmesi
P. 131

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Pero se encogió de hombros justo hasta  que estuvieron a punto  de encogerle la
               cabeza los Ricos Hombres de Castilla, que estaban hartos de sus prepotencias. (Está claro
               que en todas partes cuecen habas.) Los capitaneaba aquel Nuño González de Lara, antes
               tan opuesto a nosotros; ahora proporcionó ayuda a  Mohamed contra los  Asquilula; no
               obstante, su ayuda resultó inútil. Por eso, Mohamed, medroso de las represalias de Castilla
               por aliarse con los rebeldes, eligió pactar con los Asquilula boca a boca; un marroquí, de
               esos devotos que se  dedican a  la guerra santa con mejor o peor fe,  Al  Tahurti, fue el
               intermediario. De nuevo convenía recurrir a la religión, poner los ojos en blanco, elevar el
               corazón y el brazo al Dios común, y firmar el acuerdo entre parabienes y azoras. Y nada
               más llegar a ese pacto, que pacificaba de momento a los Asquilula, Mohamed I echó mano
               —esta vez sí taxativamente— de la religión, si es que la religión nos sobrevive y no es sólo
               cosa de este mundo; echó mano del cielo por no saber echar pie a tierra desde el caballo
               que lo llevaba a una algara de castigo muy cerca de Granada. El caballo era un purarraza,
               nervioso y negro como el  cuervo; se desbocó; el emir, que montaba como nadie en el
               mundo, no acertó a desmontar. Murió después de la oración del mediodía, el 12 de febrero
               de 1273, con más de setenta años. El Reino, entre tiras y aflojas, había sido fundado. Dice
               Ibn Jaldún que ocupaba desde Ronda hasta Elvira, con una extensión de diez jornadas de
               marcha de Este a Oeste, y con una anchura de dos jornadas del mar al Norte...


                     Empleé muchas horas  —tardes y mañanas enteras— en redactar la  Historia de la
               Dinastía. Consulté con meticulosidad los documentos enviados desde Granada; confronté
               unos con otros; agregué lo que en mi adolescencia había escuchado, lo que mi razón me
               sugería y lo que mi corta experiencia me apuntaba; pregunté incluso al alcaide, bastante
               versado en los dos siglos últimos, a pesar de que tiende, como cada cristiano, a erigirse en
               su eje. Llegué a soñar, tan embebido estaba, con los Mohamed, los Yusuf y los ismail que
               me antecedieron. A veces con tal intensidad me puse en su lugar que conseguí explicar sus
               reacciones más inexplicables para los cronistas: algunos de ellos supieron esperar tanto que
               los resultados de algún acto, en apariencia ilógico, no se produjeron hasta años más tarde,
               acaso cuando ellos no estaban ya en el trono.  El trabajo ocupó muchos de los  queridos
               papeles carmesíes, que son aquí una frágil presencia de la Alhambra...
                     Los he quemado hoy. Sobre las brasas lanzaban llamaradas azules.
                     Me ha parecido que con ellos quemaba muchas cosas, y, viéndolos  arder, ni a  mí
               mismo hubiese podido decirme si sentía satisfacción o pesadumbre. Antes de empezar a
               escribirlos, yo reflexionaba:
                     ’¿Quién avala a los cronistas?
                     Uno de ellos quizá eligió, hace mucho, un chivo emisario a quien cargar de culpas, y
               los demás se transmiten el error de uno en otro como quien transmite una herencia
               opulenta. La Historia lo acepta casi siempre, porque es lo más sencillo no contradecirse y no
               alterar el desordenado orden que alguien estableció, muy probablemente para zafarse de
               una acusación o aumentar su provecho.’  Pero después  de concluir  mi relato, al releer lo
               escrito, comprendí que yo me había convertido en un cronista más, en uno que delata para
               liberarse de una recriminación o compartirla, y que se me habría podido hacer idénticos
               reproches que a los otros.
                     La historia  que contaba —nuestra y de los cristianos—  es un cúmulo demasiado
               grande de traiciones, de deslealtades, de abusos de confianza, de palabras quebradas, que
               todos sus personajes ya infieren ya padecen; una monótona sarta de guerras interrumpida
               apenas por una monótona sarta de paces, indecisas las unas y las otras como jugadas de
               una extraña partida cuyo final se hubiese convenido aplazar de antemano... ¿Qué iban a
               aprender mis hijos de semejante atestado? ¿Para qué describir los caracteres y los reinados
               de los efímeros sultanes, que no  duraron sino pocos días; ni los de aquellos que, por el
               contrario, volvieron a reinar, después de destronados, dos y hasta cuatro veces? ¿Para qué
               insistir en el insensato ejercicio veraniego que cada año nos movía, a los cristianos y a los
               andaluces,  a conquistar o perder  o recuperar o volver a perder aldeas, puertos, torres y
               ciudades? ¿Introducía yo algún  elemento, sacaba yo alguna conclusión que  de veras
                                                          131

                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   126   127   128   129   130   131   132   133   134   135   136