Page 128 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     La paz se  concluyó por veinte años; pero las condiciones del piadoso rey “Santo”
               fueron tan despiadadas que ningún documento que yo haya visto las transcribe.
                     Acaso tampoco era discreto transcribirlas, a juicio de  quienes las firmaban: los
               documentos se hacen para mejor exigir su cumplimiento, y hay ocasiones en que, aun antes
               de firmarlos, se tiene la intención de no cumplirlos.  En marzo de 1246 entraron entre
               cánticos los cristianos en Jaén. Un mediodía se pronunció en su mezquita la última oración;
               por la tarde se había convertido en catedral.  Con  Jaén, otra ciudad inexpugnable fue
               expugnada: eso acaece en cuanto los atacantes son suficientemente poderosos en número
               y en armas para derrocar un mito. En vista de quién lo conquistó, la zona de Jaén cambió de
               nombre: se llamó el Santo Reino.
                     Esta desgracia no hizo sino ratificar lo que ya estaba escrito.
                     Después de la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, los goznes de las puertas de
               Andalucía rechinaron y crujieron para empezar a abrirse. El reino musulmán que subsistía
               —Granada— sólo podría seguir subsistiendo si pronunciaba su propia sentencia de muerte:
               el vasallaje. Nada tenía remedio, y todos lo sabíamos. Antes o después, fatídicamente nos
               esperaba el hundimiento.  Vivíamos de prestado, con un alquiler demasiado alto para
               nuestros bolsillos, y cuanto hiciéramos sería  porque se nos consistiera.  Si un  día los
               cristianos se ponían de acuerdo —y temo que ese día ha llegado por lo que oí en Lucena al
               capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba— no nos quedaría otro recurso que hacer el
               equipaje. Éramos los tolerados, y la tolerancia, con altibajos y guerras menudas, fue el signo
               que marcó la Dinastía. Más aún, los cristianos permitieron que creciera por la comodidad de
               tener un único enemigo que se ocupase de acabar con los demás. Ahora, y sólo ahora, es
               cuando va a darse la batalla verdadera; ahora y sólo ahora, cuando los reyes de la
               Cristiandad, unidos no sólo por alianzas sino por matrimonio, se van a presentar delante de
               Granada diciendo: ‘Vengo aquí por lo mío.’ ¿Y qué contestará quien represente entonces el
               papel de Señor de la Alhambra? ¿Creerá que es algo más que un papel? ¿Será al último
               precisamente al primero que se le obligue a tomarse en serio el personaje; al primero que se
               le obligue a luchar hasta la muerte, de él y del Reino, por aquello por lo que sus antecesores
               dieron sólo una renta?
                     La prueba de lo que digo es que ya entonces, en los primeros tiempos de la Dinastía,
               como se actúa en un coto de caza, Jaime I y su yerno Alfonso X, el hijo de “el Santo”, se
               repartieron lo que llaman “la reconquista”. Para ellos fue un asunto de familia; trazaron una
               raya en el reino de Murcia, desde Játiva a Enguera, y se distribuyeron los vedados.
                     Desde esa hora, nos han permitido luchar como si  fuésemos los verdaderos
               propietarios del Reino; ellos, de cuando en cuando, han bajado a ensanchar sus territorios, a
               fortalecerse con nuestro dinero, a educar a sus hijos, a refinarse con nuestras costumbres.
               Nos han dejado cultivarles la tierra, y pagarles los tributos con lo que obteníamos. Nos han
               dejado mentirnos y soñar.  Pero estábamos en precario, y un dueño más osado o menos
               comprensivo nos pondría los muebles en lo ancho de la calle.
                     Ya se han divertido lo suficiente con nosotros; ya han cazado y corrido bastante; ya
               están hartos de cazar y correr; ya han cambiado de tono. Quizá todo esto se ve sólo desde
               el lado de acá, desde esta perspectiva que da el lentísimo paso de los siglos; pero, aunque
               día a día se hubiese visto como yo hoy lo veo, ¿qué puede hacer un pueblo sino seguir de
               pie, sino intentar seguir de pie mientras dure la vida?

                     Mohamed “el Fundador” entró en Granada. La hizo su capital.
                     Quiso ordenar el Reino. Sabía que eso es una lenta tarea. Yo también lo sé ahora: un
               campo se conquista en una sola mañana de suerte; luego hay que sembrarlo y aguardar la
               cosecha contando con el sol y con la lluvia, y con las heladas y el pedrisco y los incendios y
               las inundaciones.  El primer  Mohamed, para ello, necesitó tranquilidad y paz, y tuvo que
               pagarlas; necesitó mucho obediencia, y tuvo que imponerla. Por fortuna los escarmientos le
               formaron un pueblo dispuesto a obedecer. Supo emplear la amenaza cristiana como arma:
               no era inventada, pero él la empleó bien. Instauró con rigor el orden público, que después de
               las guerras queda tan malparado. Acogió a los exiliados de las ciudades vencidas: abrió las
               puertas de Granada y los instaló en el Albayzín para tenerlos enfrente de la Sabica, bien

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