Page 123 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               aprende muy de prisa  que ni siquiera la muerte es duradera.  Tal era la razón de tanta
               solidez. Entonces fue cuando la descrubí: estamos los que estábamos; los que estaremos,
               ya estamos.  Y cuanto hacemos y cuanto nos rodea es lo que hicieron y lo que  rodeó a
               aquellas manos, a aquellas bocas, a aquellos ojos, que hoy observan el esplendor del
               mundo, y acarician el gozo de este mundo, y besan las mañanas azules de este mundo, con
               nuestros ojos y nuestra boca y nuestras manos.  No, aquí no podía darme por vencido.
               Somos inmortales; inmortales como el templo en que estoy, como Dios mismo...
                     ‘Pero ¿en dónde está —me pregunté de súbito— el mirhab de esta mezquita?’ ¿Lo
               destruyeron los cristianos? ¿Machacaron, para implantar la suya, nuestra almendra mística;
               para devorar su fruto aniquilaron la recamada  corteza de oro? ¿Qué  se consigue con la
               destrucción? ¿No consiste la Historia en añadir, en escribir en páginas ya escritas, en utilizar
               las líneas trazadas por dedos ya extinguidos para componer nuestro párrafo propio?
               ¿Dónde está aquí el  mirhab?  Ansiosamente lo buscaba, y lo encontré escondido.  Y
               entonces descubrí el  porqué de mi anterior descubrimiento: el enigma sobre el que se
               asientan los más hondos sillares de esta casa de Dios y de los hombres. El enigma, pero no
               su solución.
                     ¿Qué mezquita era ésta, en que el mirhab no resplandece exhibido ante los ojos de
               los fieles; en que el palmeral de columnas no deja ver los gestos del imán que han de ser
               imitados? ¿Por qué  Abderramán “el  Emigrado”, el omeya primero, se proclamó
               independiente entre estos muros, antes de que estuviesen consagrados a nuestro  Dios?
               ¿Los cristianos de hoy no necesitan contemplar a su sacerdote cuando oficia el sacrificio
               incruento de la misa?  Antes de que los  Abderramanes engrandecieran este templo, en
               honor de su Dios que es el mío, ¿qué cultos se rindieron aquí, qué dioses habitaron esta
               suntuosidad?
                     Si este lugar se tuvo por sagrado desde su creación, y aun desde siempre, ¿desde
               cuándo y para quién se alzaron las columnas? Esta hermosa e invasora serenidad no es el
               resultado de una guerra, ni de una victoria, ni de una cultura incipiente, sino de  una paz
               asentada y de una culminante espiritualidad; no es obra de una persona, ni de muchas
               personas,  sino de una idea fundamental del mundo. ¿Qué teología levantó tanto bosque
               para envolver la mirada de los fieles, para elevarla no dirigiéndola a ningún celebrante, sino
               a un solo y divino Celebrado? ¿No está presente aquí la filosofía alejandrina y el genio de
               Israel, adorador de Yahvé? Mentes y manos judías debieron de levantar este poblado ardid,
               y, en una de esas rítmicas e inevitables épocas en que  Sefarad deja de ser  Sión, quizá
               manos arrianas lo heredaran, y  Dios, estático y remoto, cambió otra vez de nombre. Los
               cristianos arrianos, unitarios, antes de que la Trinidad introdujese el politeísmo, celebraron
               acaso aquí sus silenciosos ritos,  y luego  Recaredo, al  abjurar, lo  sustituyó por los ritos
               trinitarios, y después, con el desencadenamiento de la guerra civil entre los godos, que
               entreabrió un estrecho postigo —lento, lento— a nuestra cultura y a nuestra religión, este
               templo retornó jubiloso al cristianismo unitario, tan afín a la doctrina mahometana. Tan afín
               que, insensiblemente, esta sala, aséptica y callada, ofrecida sólo como un pretexto para que
               el hombre se postre, fue haciéndose mezquita.
                     Y el hermoso pretexto triunfó de las necesidades de otros cultos  por su propia
               hermosura, y por ella y por el sentido de la divinidad, idéntico en todas las religiones y a
               ellas previo, fue venerado y respetado este piadoso ambiente, donde el único  Dios
               descendió un día, y en el que permanece. Porque aunque las columnas fuesen taladas, y
               abatidos los capiteles, en la raíz de cuanto veo se encontraría la raíz de lo sagrado. Y eso
               es lo que sostiene los cimientos de esta realidad...
                     Sin poder ni intentar evitarlo, me postré sobre las losas, pulidas por tantas
               postraciones. Y, desoyendo el clamor de las campanas, mientras alguien que apagaba las
               llamas de los cirios pasó rozándome, adoré a Dios.
                     El obispo de Córdoba, a quien no había oído acercarse, impaciente ante mi tardanza,
               puso su mano sobre mi hombro, y, presumiendo acaso que mi fe en mi  Dios flaqueaba,
               ilusionado por la conversión de un rey moro ante la grandiosidad del Cristianismo, que ha
               vuelto a instalarse aquí con sus ocultaciones, murmuró cerca de mi oído:
                     —Dios es más grande que nuestro corazón.


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