Page 118 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     —Con dinero —me dijo, después de pensar un instante. Y añadió—: También yo soy
               andaluz.  He nacido en  Montilla; ya mis tatarabuelos fueron andaluces.  La situación ha
               cambiado: Andalucía hace cientos de años que no es vuestra del todo.
                     Nuestros reyes son jóvenes y fuertes; vos también; pero ellos además no tienen otro
               designio, ni otro problema ya, que el de adueñarse de Granada. No son éstos los tiempos en
               los que los castellanos ambiciosos venían aquí para hacer su fortuna a vuestra costa. Hoy
               nosotros luchamos, lo mismo que vosotros, por una tierra nuestra.
                     —Al final se verá de quién es.
                     —El final está próximo.
                     —Si era eso sólo lo que queríais decirme...
                     Hice ademán de levantarme.
                     —Perdonad —con el gesto me suplicó que siguiera sentado—, perdonad. No es un
               reto; no es tampoco una vana soberbia; no me la habría permitido en estas circunstancias.
               Yo os admiro —mis cejas se levantaron, sin querer, denotando mi asombro—.  Admiro la
               entereza con que aceptáis vuestra enrevesada misión. Pero, frente a la nueva pujanza y a la
               nueva sangre de Castilla, vosotros estáis invadidos de una vieja desgana; frente a nuestra
               unidad, oponéis  sólo vuestra dispersión; frente a nuestra luna  creciente, vuestra luna
               menguante.
                     —Una frase más, don Gonzalo.
                     No pareció escucharme.
                     —Toda Europa anhela que se apague en Granada la llama nazarí.
                     Y a nosotros nos conviene que Europa lo anhele. Hemos mirado demasiado tiempo
               hacia dentro: es hora de abrir las ventanas y de asomarnos y de respirar. El Mediterráneo
               está llamándonos; para llegar a él han de arreglarse antes los asuntos internos de la casa.
                     Ya está bien de que España sea el rabo sin desollar de Europa.
                     —Bendito rabo: cuanto, a lo largo de siglos, España le ha regalado a Europa de arte,
               de ciencia o de filosofía, nos lo debe a nosotros.
                     —Es cierto: España nunca podrá entenderse del todo sin vosotros. Pero la Historia no
               se detiene nunca; en lugar de cerrarse (Y vuestro reino está cerrado igual que una granada
               que sólo madurará para caer), se abre...
                     —¿No será eso otra frase, don Gonzalo? —le interrumpí.
                     —Puede, pero expresa admirablemente una  realidad —sonrió, y sonreía bien—.  En
               lugar de cerrarse, hay que abrirse.  El rey  Fernando ha enviado embajadas a  Europa.  La
               infantería de los suizos nos ayudará contra vosotros, y los artilleros alemanes, y los
               campeones de Inglaterra, vistosos más que nada —añadió despectivo—.
                     El rey acaba de obtener del Papa una bula para que todos los prelados y maestres, y
               los estados eclesiásticos de Aragón y Castilla, le suministren un subsidio en florines. Y, a
               través de otra bula, se le otorga a la empresa, por fin y en serio, carácter de cruzada (es lo
               que vosotros llamáis guerra santa), y se le concede, a quienes colaboren, muy generosas
               indulgencias.
                     Había dicho en castellano la última palabra.
                     —¿Qué son indulgencias? pregunté.
                     —Vosotros obtenéis el  Paraíso si  morís en la guerra; nuestras indulgencias  son la
               remisión, por la limosna, de parte de las penas que nos esperan tras la muerte.
                     —No sabía que a Dios podía sobornársele.
                     Fingió no comprender.
                     —Todo eso va a permitir a don Fernando contar con un ejército fijo nunca visto: seis
               mil caballeros y cuatro mil peones, como mínimo.
                     —No está mal; sin embargo, el número no lo es todo.
                     —Y la buena causa, y el entusiasmo, y la certeza de que esta campaña será la
               definitiva. No se trata de proseguir una guerra desmayada e interrumpida cada invierno; es

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