Page 120 - El manuscrito Carmesi
P. 120

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Tardamos dos jornadas. El paisaje era propicio; la tierra, feraz y pródiga; pero nadie le
               pedía nada a su largueza. En ella reinaba el abandono. Sus redondeces eran las de una
               mujer a la que ningún varón cubre ni fertiliza.
                     Los cristianos detestan ser labriegos; me pregunto para qué quieren conquistar con
               tanto ardor la tierra. A la vista de Córdoba, se situaron el alcaide y el conde a un lado y otro
               míos. Y, como a un cuarto de legua de la ciudad, salieron a recibirme los Grandes y los
               caballeros de la corte. Sin apearme del caballo, llegaba cada uno de ellos a mí y me hacía
               acatamiento, mientras mis custodios enumeraban su dignidad y linaje: el arzobispo de
               Sevilla, muchos otros obispos y prelados de su religión, los maestres de  Calatrava y de
               Santiago, los duques de Nájera y de Alburquerque, y otros cincuenta o más señores, títulos
               e hidalgos.
                     Yo contestaba a sus saludos según el grado de sus noblezas, midiendo las cortesías a
               mi usanza. A continuación, mis custodios brindaron a los Grandes, con un gentil gesto de
               protocolo, la honra de llevarme.
                     Fineza por fineza, los Grandes rehusaron, y avanzamos todos juntos hacia Córdoba.
                     El camino no se veía de gente.
                     El campo, sembrado sólo de desidia, lo inundaba una inmensa muchedumbre, que,
               dada la aspereza de los cristianos y de su idioma, dudé si me denostaba o me aclamaba.
               Me incliné más bien a lo segundo, aunque sólo fuese por respeto a mi escolta. De la masa
               brotaban manos extendidas como si quisieran tocarme, y notaba en los ojos el temblor que
               provoca la consecución de algo muy largamente ansiado. En un momento, al levantar mis
               ojos desde la multitud al gran río, aceitoso y manso, sentí una inesperada conmoción: al otro
               lado de él, majestuosa, impar, de piedra y sueño a la vez, estaba la  Gran Aljama de los
               omeyas. ‘Un ideal no es nunca un sueño’, me había dado a entender días atrás don Gonzalo
               de  Córdoba.  Cierto: un ideal es una realidad perpetuamente desvelada, la realidad más
               insomne de todas.  Y  así se me ofrecía la mezquita, conmovida y sosegada, ilesa y
               malherida, ultrajada e imperturbable, mendiga y portentosa.
                     Frente a ella se detuvieron los caballos; eran las casas del obispo de la ciudad, don
               Alonso de Burgos, donde me hospedaría. No quiso el rey, según me advirtieron, conceder
               ese privilegio a ningún  noble por no hacer de  menos a los otros, ya  que en asuntos de
               honras son tan puntillosos los cristianos, y mucho más los nobles.  Supuse que aquellas
               casas, dada su situación, ocupaban un sitio del antiguo palacio califal. Y era allí, en estricta
               justicia, donde un rey nazarí debía alojarse.

                     El obispo es un hombre mayor, artificial y frágil; de gestos ampulosos y breves a la
               vez. Me produjo la impresión que me han producido siempre los sacerdotes de su religión:
               hablaba como montado a dos caballos; el tono iba por un lado, y el contenido iba por otro;
               podía decir las mayores atrocidades con una entonación meliflua y conmiserativa.
                     —Matar, entre nosotros —me dijo el mismo día, y como prueba lo transcribo—, no es
               infligir un  daño; es sólo anticipar  la justicia divina.  O incluso ejercerla, si lo preferís.  Se
               manda el cuerpo a la tierra, pues tierra es, y el alma, a gozar del Señor, o a ser privada de
               Él en el infierno.  En cuanto a los infieles, exterminarlos es un precepto de nuestra santa
               religión, puesto que se oponen a Dios, de quien es únicamente el poder y la gloria. Salvo
               que se conviertan; es en la conversión donde está la vida.
                     —Si hay  varios dioses  —le repliqué con desgana por amabilidad—, es que no  hay
               ninguno. Y si hay uno sólo, y eso es lo que vosotros y nosotros creemos, es que será el de
               todos. Nunca he entendido por qué el hombre se endiosa tanto que se arroga la obligación
               de defender a Dios. Como si Él no tuviese medios suficientes.
                     —Sí los tiene; claro está que los tiene. Uno de ellos es precisamente el hombre; el otro
               es el milagro. Nosotros, alteza, contamos con los dos. Y con María Santísima —recalcó.
                     —También nosotros honramos a  María, la madre del profeta  Jesús —le aclaré—.
               Cuando  Mahoma mandó blanquear las paredes del templo de  La  Meca como  medio de
               abolir los ídolos pintados, puso su  mano sobre una representación de  María con  su hijo,


                                                          120

                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   115   116   117   118   119   120   121   122   123   124   125