Page 122 - El manuscrito Carmesi
P. 122

Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               Era Oriente; pero ya no era Oriente, sino otra forma superior de la grandeza.  Allí habían
               concurrido todos los adoradores con toda su riqueza ofrecida al más alto poder, llámese
               como quiera. Y no sólo riqueza; era una anonadadora certidumbre lo que allí había.
                     En la fresca penumbra, el obispo y los sacerdotes entonaban sus himnos demasiado
               imponentes, sinuosos y enfáticos. Los cristianos ya habían impuesto su destrozo en la nave
               central; en ella se sentaban los ministros del culto, en cumplimiento de un rutinario oficio
               religioso. Desde donde me hallaba veía sus sitiales, sus arduos símbolos, las lámparas de
               plata, el petulante y apagado brillo de sus retablos. Desentendido de ellos, me palpitaba el
               corazón, temeroso ante rincones sombríos, sobrecogido como un niño por extrañas
               presencias, que nada tenían que ver con las genuflexiones y las engoladas antífonas de la
               pompa cristiana, atraído y asustado por los ecos de pasos no advertidos, de voces sin
               origen preciso que susurraban bajo los cánticos...  Sumergido debajo de esta misteriosa
               piscina inmóvil, percibía sobre el mármol del suelo la desflecada luz del sol implacable de
               mayo que flagelaba el exterior.  Impasible ante la lujosa ceremonia, cuyo  motivo
               seguramente era agradecer mi apresamiento, demasiado plúmbea para el poder de Dios,
               que es siempre más ligero y más vivo, mis ojos huían fuera del crucero improvisado que
               acribillaba el templo, en busca, como una enredadera, de las testimoniales columnas. ¿Qué
               hombres habían adorado allí con tal totalidad, con los entresijos enteros de su alma y de su
               cuerpo, hasta elevar a plegaria la alegría cromática de las columnas, colocadas según sus
               coloraciones, y los capiteles, concertados los de orden compuesto sobre los fustes rosas y
               los de orden corintio sobre los azules?
                     Pero —me  preguntaba— ¿aquellas columnas habían sido erigidas para dar con su
               magnificencia culto a mi Dios?
                     Allí surgía el presentimiento de una familiaridad antigua y extirpada, pero tampoco
               extirpada del todo, sino sobrevivida hasta sostener incluso los actuales fanatismos, como si
               tampoco éstos estuviesen allí fuera de lugar. La certeza contradicha de un secreto, algo que
               se ocultaba y se manifestaba, a pesar o a causa quizá de los gestos habituales de cualquier
               ser humano, que siempre en este templo ha infringido una norma cuando ha rubricado otra,
               y que, por el contrario, siempre atina si adora allí, sea cual sea el objeto de su adoración.
                     Calló por fin la música de la extraña liturgia. ‘Toda música cesa —pensé— para abrir
               sitio a la música callada.’ Preferí aquel silencio, aquel desvanecerse las figuras humanas y
               sus modestos frenesíes religiosos. La religión aquí es sólo la ausencia y el silencio, previos
               a uno u otro credo, posibilitadores de las sucesivas e inagotables fes; esta ausencia
               acogedora y maternal, este silencio activo y palpitante, lejano y envolvente al mismo tiempo.
               Allí estaba la fábrica protectora y a la vez indiferente, nutricia y sombría, enmudecida y
               retumbante, perdurable y  muerta:  inmortal, inmortal.  Atravesaban entre los capiteles los
               mensajes ocultos del pasado, porque el progreso es a veces el regreso, y, con frecuencia,
               se arriesga el hombre en batallas de Dios, que no son Sus batallas.
                     Pero ¿es que el hombre puede elegir, o debe resignarse de continuo a ser el elegido?
               Somos lo que hemos ido siendo;  no lo que fuimos, ni lo que aspiramos aún a ser, ni
               tampoco lo que aparentemente somos.  Nuestra realidad es el resultado de cuanto se
               construyó y se destruyó y se reconstruyó: como este monumento; el producto de
               innumerables iniciativas y de fracasos innumerables.  Nuestra historia es muchísimo más
               larga que nosotros. Andalucía —y es un rey andaluz el que lo escribe— estaba ya presente
               dentro de mí como dentro de este templo.  Andalucía, eterna fusión de los contrarios,
               liberada mucho tiempo antes de caer en la esclavitud. Yo la veía así, fuesen quienes fuesen
               los que la habitaran: con esta actitud infinitamente abierta de la mezquita.  En  Andalucía
               como aquí, copiosas columnas de exquisitas piedras sostienen su techumbre: más bellas
               unas que otras; alguna, con su propia leyenda estampada en el fuste; procedentes la
               mayoría de templos, iglesias, sinagogas y basílicas antecesoras, o llegadas de muy lejos, o
               hasta plantadas con apresuramiento, sin la augusta meticulosidad ni la soberbia realeza de
               sus hermanas... Muchas columnas, diferentes columnas, pero sí hermanas todas; y entre
               todas manteniendo el edificio en pie, manteniendo disponibles para quien llegue su especial
               genealogía y su hermosura, distintas y solidarias. Muy pocas cosas hay perennes, y pocas
               tan efímeras como nosotros mismos, como nuestro brillo y también nuestra ceniza, como
               nuestras victorias, pero también como nuestras derrotas.  Porque en  este monumento se

                                                          122
                                        Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/
   117   118   119   120   121   122   123   124   125   126   127