Page 126 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Todo empezó la tarde  templada de un viernes de  Ramadán en  Arjona, no lejos de
               Jaén.  Aún  no había  comenzado a anochecer sobre  las  colinas, y los olivos y las vides
               apenas se estremecían bajo un aire muy leve. Al salir de la oración, desde la mezquita no
               muy grande, nadie se  fue a comer su sopa  aquel día.  Permanecieron, enardecidos y
               hambrientos, proclamando a voz en cuello sultán a un hombre que los miraba con ojos de
               león y los dejaba obrar aparentando desdén. No era guapo, ni alto, ni gallardo; era rudo y
               sabía mandar con autoridad y, lo que es más importante, ser obedecido. Pero, sobre todo,
               llevaba en  sus manos como un don la medida de sus posibilidades.  Su nombre era muy
               simple: Mohamed Ibn Yusuf. Se decía —o luego los halagadores lo dijeron por él— de la
               familia de los nazar (por eso nos llamamos  nazaríes) y de los  Al  Hamar (por eso nos
               llamamos alamares).  Todos los que habían comprobado la incapacidad de  Ibn  Hud para
               protegerlos requirieron al nuevo caudillo, ya conocido por su genio belicoso y por su pésimo
               genio personal, que no se andaba con chiquitas. Por eso le apodaron en seguida el Señor
               de los Invasores —lo cual no era poco en aquellos años—, nombre que lo definía a él como
               dominante, y como extranjeros a los almohades. Jaén y después Córdoba le abrieron sus
               puertas; pero ninguna de las dos fue apta mucho tiempo para soportar la estricta dureza de
               su disciplina.
                     ‘En lugar de ir de mal en peor, bien estábamos como estábamos’, se dijeron. Córdoba
               volvió con el rabo entre las piernas, igual que un perro famélico y viejo, a Ibn Hud, que la
               oprimió aún más que  antes.  En  vista de semejante lección,  Sevilla prefirió  declararse
               independiente de los almohades y de Ibn Hud, y así continuó, de la ceca a La Meca, hasta
               su doloroso final, que no tardó.
                     Mi antepasado tenía muy claro su propósito, y se fabricó una ética y un destino de
               acuerdo con él. Obró como todo el que emprende una carrera extensa y complicada hacia
               una meta que lo mismo puede ser la glorificación propia que la salvación de su pueblo, si es
               que ambas cosas son separables y no conducen indefectiblemente la una a la otra.
               Mohamed se alió con los almohades frente a  Ibn  Hud,  que, acorralado, pactó  con los
               cristianos una tregua y un costoso tributo de  mil dinares diarios, lo  que le debilitaba a
               chorros.  Las cuestiones personales, como sucede siempre con los caudillos, se
               generalizaron, aunque la viceversa también podría afirmarse: las corrientes encuentran
               siempre un hombre. Ibn Hud fue vencido en Aznalfarache, y Mohamed entró aclamado en
               Sevilla. Muy breve fue su triunfo; Sevilla nunca ha sido una buena guerrera: su amor por la
               vida es vehemente y no se sacrifica. Después de un mes, asustada por las exigencias de
               Mohamed y por la crueldad con que se vengó de los traidores, retornó bajo la espada de Ibn
               Hud. Mi antepasado había jugado desde el principio demasiado fuerte, y comido más de lo
               que su estómago de entonces podía digerir.  Vacilaba su estrella.  No sé si como astuta
               táctica o como recurso extremo, decidió hacerse vasallo de Ibn Hud, cuyo platillo pesaba
               más en la balanza andaluza del momento; a cambio recibió el reino de Jaén, con Arjona y
               Porcuna. (Porcuna, donde esto escribo. No quisiera pensar que, allí donde empezó a reinar
               por derecho propio la  Dinastía —el que la fundó se acababa de reducir a sus primeros
               límites después de un modesto viaje de ida y vuelta—, allí mismo concluya.
                     Ojalá Porcuna y su fortaleza sean, como en aquella ocasión, sólo una posada de paso
               para mí y lo que represento. Por lo pronto, dos siglos y medio después, estoy preso en el
               castillo que restauró  mi antepasado. “Sic transit gloria mundi”, dijeron los  latinos.  Los
               tiempos cambian, se nublan, corretean —o cambiamos nosotros,  y el tiempo nos mira
               inmóvil transcurrir—, y cambian las ciudades de dueño y de destino, o nos parece a
               nosotros que cambian, porque nuestra vida es breve al lado de la suya. Qué relativo es todo:
               para la rosa, el jardinero que la cuida es eterno; para el jardín, efímero.
                     Aunque quizá el destino sea siempre el mismo: sentirse triste y solo un poco antes de
               morir. Con una diferencia entre el Fundador y yo: que, mientras el primer Mohamed tomaba
               impulso para su  salto,  yo he aterrado el  salto mío aun antes de  iniciarlo.)  Fernando “el
               Santo” se lanzó a la conquista de Córdoba. Para ello siguió dos sugerencias: la del camino
               de agua del Guadalquivir, y la de su impresión personal de que el río, si era prudente al
               tomarlo, le iba a llevar  hasta su desembocadura.  El  Guadalquivir no  ha sido nunca una
               defensa, sino un cauce de comunicación; no una barrera, sino un lazo. Lo malo y lo bueno
               que ha visitado Andalucía desde el Norte ha bajado por él; pero no sé si ha sido peor o
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