Page 125 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí



                     En el primer tercio del siglo XIII, los andaluces teníamos dos enemigos de muy distinto
               orden: los cristianos, que arreciaban los ataques y se encontraban fuera, y los almohades,
               que se debilitaban, pero que se encontraban  dentro; los  almohades con su ortodoxia,
               siempre perjudicial, y sus pretensiones de pureza religiosa, a la que los andaluces ni
               estuvimos acostumbrados nunca, ni llegaremos nunca a acostumbrarnos.
                     Todas las ciudades de una cierta entidad se sublevaron, aun disgregadas e inconexas
               como se hallaban ya, cada una por su lado.
                     Desde la caída de los omeyas, ése fue nuestro mal, si no es que él mismo originó tal
               caída. Y hasta hoy mismo lo siguió siendo, y lo seguirá siendo hasta mañana, en el caso de
               que haya. Las ciudades buscaban y elegían caudillos fuertes, que las supieran defender y
               les otorgaran la seguridad y el estilo de vida anterior a la invasión almohade. (Los
               almohades, como antes los almorávides, pisaron nuestra tierra como aliados; pero, entre
               nosotros, los aliados, ignoro por qué terrible sino, siempre acaban por volverse enemigos.
               Como en el juego, a  menudo las cañas se tornan lanzas.)  Dos caudillos se repartían el
               predominio sobre los andaluces, por su impetuosidad y su carisma: uno, de la familia Hud,
               que era el señor de casi todo el territorio; otro, de la familia de los Mardanis, que se había
               alzado contra él y dominaba  Valencia.  El primero se decía descendiente de los  antiguos
               reyes de Zaragoza, e izó con su mano la bandera negra de los abasíes de Bagdad, aquellos
               que, sublevados contra la dinastía omeya de Damasco, la extirparon de allí. Los hombres
               siempre pretendemos apoyarnos en alguien  más sólido que nosotros, que termina
               estorbándonos cuando  nos juzgamos —en general, demasiado pronto— bastante sólidos
               por nosotros mismos.
                     [Algo de eso parece que hubo aquí, según luego he podido leer. Un victorioso general
               de Abderramán I “el Emigrado” se llamó Aben Omar Ibn Hud. En premio de sus victorias, el
               emir omeya, ya independiente de Damasco, le concedió el gobierno de Zaragoza, que por
               entonces creo que llamaban  Sansueña.  Los cronistas  cristianos corrompieron, como
               siempre, su nombre, y lo llamaron  Omar  Filius de  Omar, lo cual dio  origen a  Marsilius o
               Marsilio, que es con el nombre con que pasó a la Historia. Y así gobernaron sus sucesores
               en Zaragoza hasta que fueron expulsados de ella por los reyes aragoneses, y volvieron a su
               original suelo granadino. Uno de los postreros representantes conocidos de esa estirpe es
               este Ibn Hud de que hablaba en mis escritos de Porcuna. De donde se deduce que aquel
               general, tan importante brazo del omeya, engendró a la larga un abanderado de sus más
               irreconciliables enemigos: los abasíes.
                     Nunca se sabe cuál será el final de una historia. Eso, que preocupa al feliz, aplaca al
               desgraciado.] Como es frecuente entre los andaluces, la ascensión de Ibn Hud fue rápida:
               era bien parecido y gallardo, bizarro y vigoroso; caldeaba los ánimos.  Conquistó con
               demasiada prisa —o mejor, se le entregaron— las ciudades de la mayor parte de Andalucía.
               (Pocas enfermedades hay tan contagiosas como la esperanza; quizá la desesperación es
               una de ellas.) Pero los andaluces —carentes de iniciativa— no estaban todavía preparados
               sino para obedecer, y obedecer a alguien tangible, presente, o muy bien representado; sin
               embargo, una organización que inspire confianza y sujeción no se improvisa.
                     De ahí que el edificio con tanta premura construido, con premura también se
               derrocara.  Alfonso  IX de  León y su hijo  Fernando  III de Castilla, al que dicen “el  Santo”,
               triunfaron en Mérida y Jerez; el resto de las ciudades sometidas a Hud, desilusionadas e
               incapaces de fortalecerse por sí mismas, no buscaban ya sino el medio de salir de su égida,
               que era enojosa y rígida. Pensaban, como suelen los pueblos cuando piensan, que lo único
               que habían conseguido era cambiar de tiranía y que para tal viaje no se precisaban alforjas,
               por lo cual se dispusieron a descubrir otro tirano nuevo. La oportunidad se la brindó, antes
               de lo previsto, un adalid osado y  ambicioso,  que buscaba asimismo su oportunidad.  Las
               ciudades andaluzas, como en una subasta  de mercado se ofrecían entonces —¿y no
               hoy?— al mejor postor. De este adalid desciendo yo.



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