Page 137 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Debía de estar al otro  lado de la  puerta, porque el alcaide salió, y volvió con él al
               instante. Al verlo, me quedé perplejo.


                     Se llama Millán de Azuaga.
                     No he logrado saber si es de La Rioja o de Extremadura, porque alude a las dos con
               igual falta de cariño. Es de pequeña estatura, a punto de ser mínima; de manos menudas,
               que parecen más de dos porque gesticula  con ellas sin cesar; de ojos hundidos y
               adormilados.
                     —Me dicen que tengo ojos de árabe: ¿cree su alteza que es cierto? —me preguntó el
               primer día.
                     —Una persona, hace tiempo, afirmaba que mis ojos  son  ojos de odalisca —dijo  el
               segundo día, mientras me observaba con ansiedad.
                     No cuenta con muchos años, pero sí con muy poco pelo, y administra el que tiene
               artificiosamente: al ser muy largo, se lo enrosca para cubrir el lugar despejado por el que ya
               no tiene.
                     —Así, señor —me había sugerido, como para compensarme, el alcaide—, distraeréis
               vuestros ocios.
                     Aunque estoy informado de que leéis y escribís y meditáis —agregó con un tono, entre
               cómplice y advertido, de fiel custodio al que nada se le escapa.
                     Y efectivamente el pintor distrae mis ocios. No para de parlotear ni un sólo instante.
               Tiene gracia, y hablarme en árabe —lo pronuncia con admirable suficiencia— no le corta un
               pelo (quizá si se lo cortase no hablaría). Su conversación hay que seguirla como se sigue un
               pájaro; no un pájaro que canta y al que se oye, sino uno que revolotea, brinca, bate las alas,
               se posa en un punto, echa a volar de nuevo, y cesa y vuelve al aire y vuelve a detenerse.
               Acaba por marear un poco; pero, si se posee bastante entereza como para seleccionar las
               voladas, resulta hasta instructivo. Yo, al menos, me divierto con él. Aunque el pintor, como
               el alcaide, también tiene un tema de conversación predilecto.
                     Temo que es lo que a todos nos ocurre.
                     —Yo era pintor de cámara del condestable Miguel Lucas de Iranzo.
                     Al principio  pensé que  se excedía  en lo de cámara; ahora creo, más  bien, que se
               quedaba corto.
                     —Luego, cuando pasó lo que pasó, me coloqué al servicio de varios señores de la
               frontera.
                     (Que, digan lo que digan, se siguen llevando como perros y gatos.)  Hasta que me
               quedé de asiento en Córdoba. Una ciudad que a mí me gusta. Más seria y menos liviana
               que Sevilla, eso sí; pero dónde va a parar en señorío... Porque su alteza sabe lo que pasó.
               Lo sabe todo el mundo.  Al condestable, me refiero.  Y es que a él, que organizaba
               personalmente en  Jaén tanta fiesta, y teatros, y sortijas, y procesiones, y mimos, y
               carnavaladas; a él, aunque parezca mentira, no lo podía ver la gente ni en pintura, y mirad
               que un pintor es quien lo dice.  Atragantado como un hueso lo tenían.  Porque no hacía
               distingos entre moros, judíos ni cristianos. Y eso, ya lo habrá notado su alteza, eso aquí no
               está bien visto, ni muchísimo menos.
                     Así que un día del Corpus Christi (el Corpus es el día en que se celebra..., mejor será
               no entrar en teologías, no vayamos a terminar escaldados), un Corpus, en la catedral, en la
               misa mayor, que habíamos estado hablando en la sacristía de que yo tenía que pintar un
               descendimiento de la cruz, y a la media hora, válgame Dios...
                     Primero fue una piedra... (Voy a darle un poquito de movimiento a su alteza, que la luz
               ha cambiado.) Una piedra, primero; después, otra, y después ya diez mil quinientas quince.
               Lo lapidaron, lo machacaron, lo molieron.  Le  saltaron los sesos delante mismo del altar
               mayor. Qué atrocidad.




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