Page 141 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Sin hacer ruido, se ha sentado sobre el taburete que no usa jamás mientras me pinta.
                     —Delante de su alteza —dice—, no me consentiría yo sentarme; aunque su alteza,
               que es un rey de cuerpo entero, me lo autorice.
                     Se ha sentado, y ha apretado uno contra otro los muslos.  Estaba hecho un ovillo.
               Acariciaba  y besuqueaba la babucha mirándome, mirándome sin verme, porque, si me
               hubiese visto, habría  adivinado que yo lo veía a él.  Salía de sus labios un  resuello
               entrecortado.
                     He percibido en él un deseo tan grande de mi cuerpo que se me han alterado los
               latidos del  corazón,  como quien presencia un agudo peligro para otro muy cerca de sí
               mismo. Pasado un instante interminable, ha lanzado un suspiro muy hondo, supongo que
               cuando se  ha vertido.  Echó luego hacia atrás su pobre cabeza casi  calva, dejó caer los
               hombros que tenía encogidos, y se le escurrió la babucha de las manos.  Durante unos
               momentos permaneció inmóvil. Después ha vuelto a suspirar con una indecible congoja. Se
               ha levantado; ha recogido la babucha del suelo; la ha puesto donde la encontró, y, sin el
               menor ruido, de puntillas, girando la mirada para verme una vez más, ha salido de la
               estancia.


                     La otra mañana, Mencía, la sobrina del comendador Alarcón, ha venido a visitarme
               con un cachorrillo de perro entre los brazos.
                     Una perra del castillo ha parido nueve; en un arroyo vecino, metidos en un saco, han
               ahogado a todos menos a éste. Es barrigoncillo y rubio. Oscila su cabeza buscando con el
               hocico la teta de la madre, porque aún es ciego. Casi tanto como su dueña, que me mira
               con ojos pálidos y un poco estrábicos, y que no sabe exactamente dónde estoy hasta que
               oye mi voz.
                     —¿Cómo se llama? —le he preguntado por medio del intérprete.
                     En tres o cuatro ocasiones, ella, sin proponérselo, ha logrado, con su aire inofensivo y
               veraz, que olvide mi falsa ignorancia de su lengua, que hablo, por cierto, cada día mejor,
               aunque a solas.
                     —No tiene nombre aún. No ha sido bautizado.
                     Se ha ruborizado su frente al pensar que me molestaba la mención del bautismo, o al
               pensar que se refería a un perro.
                     —”Hernán” es un bonito nombre para un cachorro —le he dicho.
                     —”¿Hernán”, como si fuese una persona?
                     —No creo que a él le importe: los perros no son rencorosos.
                     Mencía ha sonreído.  Con una sola mano ha levantado en alto al cachorro, y le ha
               acariciado con la otra el hociquillo redondo y sonrosado.
                     —”Hernán. Hernán” —le ha dicho con mimo. El cachorro ha movido la cabeza redonda
               en un signo de afirmación.
                     —¿Lo veis? Ya ha aprendido su nombre.
                     Al reparar en la gracia que el cachorro me hacía, me lo ha regalado para que me
               acompañe. Sospecho que, si me lo da, es con la intención, quizá inconsciente, de buscarse
               una disculpa para poder venir a  preguntar cómo está, y si se porta bien, y si lo quiero
               todavía.
                     —Qué suerte tiene “Hernán” —ha exclamado, mientras sus ojos trataban a tientas de
               encontrarme.
                     —Más que sus ocho hermanos, desde luego.
                     —No lo digo por eso —murmuró, y añadió enrojeciendo—: vivir no es siempre bueno.
               Depende tanto de con quién se vive...
                     Barrunto que se ha enamorado de mí. Es lógico; no porque yo sea atractivo o amable,
               sino porque soy el único hombre aquí del que su alcurnia la dejaría enamorarse. Lo que yo
               de mi parte no pongo, lo pone ella con creces.
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