Page 146 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Yo me distraje preguntándome si el mundo entero estaría pendiente de  cómo,
               quiénes, cuándo y dónde me prendieron a mí. No me atrevo siquiera a transcribir lo que me
               contesté.


                     Como las campañas descansan  en invierno, se han  acogido al castillo varios
               caballeros calatravos.
                     Hay alguno muy joven. Los cristianos han celebrado con ceremonias muy solemnes y
               con grandes festines el nacimiento tanto del profeta Jesús como del nuevo año.  Durante
               unas jornadas todos parecieron inusitadamente alegres, a pesar del frío que, como cuchillos,
               se filtra por las rendijas de puertas y ventanas.  Todos, menos  Millán de  Azuaga, que ha
               venido a despedirse con la cara arrugada de un niño invadido por el terror.
                     —Suceda lo que quiera, alteza, no os olvidaré nunca —ha dicho, y su boca se fruncía
               con un gesto de llanto.
                     Se ha dejado caer de rodillas para besarme la mano. Yo, con la que me dejaba libre,
               le he dado unos golpecitos de ánimo en la cabeza: lo preciso para que se desmoronara. Ha
               roto a llorar, y gritaba repitiendo:
                     —Soy un desgraciado, señor.
                     Muy desgraciado. Muy desgraciado.
                     Un guardián lo sacó a viva fuerza de la estancia.
                     —No os olvidaré. Adiós. No os olvidaré... nunca...
                     Gemía, en  tanto lo arrastraba el guardián, asiéndose con sus menudas manos al
               marco de la puerta.
                     Ha sido tan desgarradora y brusca su despedida que me he interesado por los
               motivos. Uno de los sirvientes me cuenta que Millán de Azuaga fue sorprendido mientras
               era sodomizado por el hijo mayor del carpintero. A los dos se los han llevado a Córdoba,
               donde serán juzgados.  Es probable que mueran en la hoguera, como ejemplo para los
               demás.
                     —Hay que tener un cuidado exquisito —me ha dicho el maestre—.
                     Una manzana puede corromper toda la cosecha. Si no se castigase con la muerte el
               pecado nefando, ¿en qué terminarían estas guerras que hacemos por el honor de Dios?
                     Traté de interceder, pero él cortó de un tajo la conversación.
                     —Nada de lo que ocurra, a partir de ahora, dependerá de mí.
                     Los relapsos se encuentran bajo el poder del brazo religioso. A través de él, Dios los
               sancionará.
                     Por nada de este mundo intervendría yo en un asunto tan deshonesto y repugnante.

                     Me estremezco al pensar qué fuerte ha de ser el deseo, o el amor, de un cristiano para
               exponer así su vida —incluso, dentro de su fe, la vida eterna— por gozar o poseer un
               cuerpo. Ellos transforman los juegos de la carne en algo tan infinitamente temerario y tan
               comprometido, que me inclino a sentir admiración por los amantes.
                     Su intrepidez al arriesgar la eternidad entera por un  beso me parece risible y
               prodigiosa  al mismo tiempo.  Con razón han inventado lo que llaman sacramento de la
               penitencia,  y el secreto que, por lo visto, se obligan a guardar sus  sacerdotes;  si así no
               fuese, no podrían soportar esta vida insustituíble, que han convertido sólo en  el precio
               siniestro y usurero de la otra. Entenderlos se me hace inalcanzable.
                     Qué distinta es nuestra doctrina, o nuestro  talante por lo menos, y, a mis ojos, qué
               preferible.  Sobradas penas tiene  el hombre como para incrementárselas  con el helador
               concepto del pecado, que otros hombres se creen con derecho a perdonar o castigar aquí.
                     El pecado personal, si es que lo hay, tendría que diagnosticarse en el interior de cada
               cual.

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