Page 143 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

                     Los otros que he tenido eran perros de caza, acompañados por el resto de la traílla.
               Pero éste aquí está solo. Igual que yo.
                     ‘Solo’ me repetí mientras apagaba el hachero. ‘Qué fatigoso acostumbrarse.’ Y luego,
               en alto, a “Hernán”: ‘Es necesario adquirir buenas maneras si quieres convivir  con los
               demás. Los hombres os exigen lo que ellos no hacen nunca.
                     No te puedo coger. A la soledad nos acostumbramos todos, ya lo comprobarás. ¿No
               me he acostumbrado  yo, desde que tenía tu  edad sobre poco más  o menos?’  “Hernán”
               gimoteaba.  Parecía cansarse un momento, pero era sólo  para gimotear más fuerte.  Yo,
               apenado, cumplía mi triste obligación de hacerme el sordo.  Hasta que el cansancio me
               adormeció.
                     De improviso, me despertó el silencio. ‘Pronto ha aprendido.
                     Es muy listo’, pensé. Prendí la luz. El cojín de “Hernán” estaba vacío. No tuve más
               remedio que reírme. Y tan listo: “Hernán”, acomodado junto a mi almohada, estaba por fin
               satisfecho y dormido.
                     Aún suspiró un poquito. Lo dejé.
                     Si mi contacto lo acompañaba, ¿cómo podría negárselo? ¿No era para acompañarme
               para lo que yo lo había aceptado? ¿Es que no sucede lo mismo con los hombres?  Su
               manera de darnos compañía es pedírnosla, hacer que nos sintamos imprescindibles para
               alguien, erigirnos por amor en padre y madre y  Dios. Yo, persuadido de que acababa de
               perder también la batalla de las buenas maneras, me dormí abrazado al cachorro. Los dos
               dormimos bien.


                     Las diligencias de mi rescate se han iniciado ya. No se me oculta que serán menos
               impetuosas  de lo que desearía.  El  alcaide  comendador ha recibido orden de informarme
               puntualmente de ellas.  No sé lo  que el rey  Fernando entenderá por eso: imagino que
               ponerme al tanto de lo que a él puntualmente se le antoje.

                     Los primeros pasos, por lo visto, fueron los de mi padre.  Los dieron dos emisarios
               consecutivos.
                     El dueño y señor de Granada envió, en primer lugar, a un caballero sevillano al que
               otorgó la libertad con tal motivo; por lo que me dicen, se trata de don Juan de Pineda. Con el
               achaque de negociar la liberación de otros cautivos, se presentó ante el rey Fernando para
               exponerle una de estas dos pretensiones: o la prolongación de mi cautiverio, o, aún mejor, el
               canje de mi persona y las de mis más notorios partidarios a cambio del conde de Cifuentes,
               asistente de Sevilla, preso en Granada desde lo de la Ajarquía, y de otros caballeros que
               eligieran los reyes. El segundo emisario, con idéntica propuesta, ha sido un mercader de
               Génova, Francisco Centurión, relacionado por su comercio con la corte cristiana. Sin duda la
               máxima aspiración de mi padre es conservarme preso en su poder, lo que le ofrece más
               garantías que el hecho de que me halle en poder del enemigo; aunque lo que más garantías
               le ofrecería —y temo que sea su determinación última— es no conservarme en absoluto, ni
               libre ni cautivo. El mejor competidor es el competidor muerto.
                     Por su parte, mi madre ha enviado a  Aben  Comisa con  Alí  Alacer y otros nobles.
               Propone, por mi libertad, un pago anual de doce mil zahenes —que equivalen a unos
               catorce mil ducados castellanos, me dice Alarcón— en concepto de parias y acatamiento del
               señorío de los reyes (o sea, que se resigna a reconocer el vasallaje, lo que es en ella una
               arrolladora declaración de amor); la entrega de cuatrocientos cautivos de los que se hallan
               en las mazmorras de la  Alhambra, más sesenta cada año durante cinco (con lo cual se
               asegura taimadamente de que los reyes me repondrán y mantendrán en el trono), y, como
               rehenes, diez jóvenes hijos de dignatarios adeptos a mi causa. Insinúa que acaso podría
               subir el número de cautivos entregados, según su rango e importancia, e incluso el
               montante del rescate en dinero. Pero parece ser que los reyes exigen, además de los diez o
               doce jóvenes rehenes, a mi hijo Ahmad, que no tiene más de dos años, y a mi hermano
               Yusuf.
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