Page 148 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala             Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/  El manuscrito carmesí

               braseros no siempre bienolientes, con tapices de limpieza embarazosa, y con cristaleras que
               no impiden el paso de los vientos.

                     Recuerdo, sin embargo, que un día como el de hoy, brillante y gélido, subí al mediodía
               hasta el Cerro del Sol. Tenía a mis espaldas sierra Mágina, severa y blanca. De la Vega
               ascendían docenas de columnas de humo, plateadas y doradas por los rayos del sol. A mi
               derecha, lóbregas sin él, sobre las rastrojeras, hacia las sierras de Elvira y Parapanda, otras
               columnas de humo opaco.
                     Veía —y aún me parece verla hoyen primer término la abigarrada colina del Albayzín,
               nevada y portentosa. Y, de pronto, cambió el sol de postura su embozo de nubes, e iluminó
               el otro sector del paisaje.  Se encendieron los humos sombríos y se  apagaron los otros,
               turnándose en una dómeda de luz y de hermosura. Ah, verdaderamente Granada no tiene
               ciudad que se asemeje a ella. La echo hoy de menos de manera tan profunda —no como
               sultán, sino como un simple morador— que el corazón se me desgarra.

                     “Hernán”, que se ha convertido en un perro lagotero y grandote, de raza no muy pura,
               es mi mejor abrigo: él me calienta como ningún otro. No lo dejo separarse de mí, cosa que,
               por otra parte, él tampoco desea.  Su disponibilidad me conforta y me abruma al mismo
               tiempo. Ningún amigo sintió por mí lo que él; temo no llegar a corresponderle nunca en la
               misma medida.
                     Hay momentos en que se pone especialmente expresivo: me lame las manos, coloca
               sus patas sobre mis hombros, busca con su  hocico mi cara, y trata  de arrastrarme a su
               juego.  Me  pregunto entonces qué  le ocurre, por qué le asalta tan repentino afecto, qué
               urgencia de mí le invade... Hasta que caigo en la cuenta de que soy yo el necesitado, y,
               antes de que yo lo percibiera,  lo ha percibido él.  Con  una misteriosa premonición, me
               consuela a su modo de la tristeza o de la añoranza que aún no había notado yo que me
               embargaban. No sin turbación, le doy las gracias, acaricio su cabeza basta y cándida, y me
               miro en sus dorados ojos inocentes.


                     Aben Comisa, sin que lo precediera aviso alguno, llegó a la fortaleza de Porcuna y
               estuvo conmigo una mañana.  La  visita me ha producido un desasosiego que todavía no
               consigo aplacar. Me ha dado explicaciones que no me tranquilizan. Según él, había venido a
               entrevistarse con el rey Fernando —lo cual dobla mi desconfianzapara tratar de las efectivas
               condiciones de mi rescate. Lo autorizaron a encontrarse conmigo, por lo que dice, tanto para
               que comprobara que no me había fugado, lo cual es sorprendente, cuanto para agasajarme.
               El agasajo consiste en un par de concubinas, mantos, braseros —ahora que es primavera—
               , alimentos  nuestros, perfumes y algunos  sirvientes granadinos que  aligeren mi  soledad.
               Una soledad que, a tenor de eso, se prevé larga.
                     Las noticias que me proporciona del exterior me producen la angustiosa impresión de
               estar dentro de un sueño, cuyos balanceos no soy capaz de dominar.  La monotonía
               abrumadora de mi vida de cautivo es tan opuesta a lo que me dice que está sucediendo
               fuera, que me  veo como un  valetudinario recluido en su alcoba y en su enfermedad; un
               valetudinario que, perdido todo contacto con  su mundo  anterior, hasta tal punto se ha
               alejado de  él, que prefiere no regresar ya nunca, no tener que aprenderlo de nuevo, no
               participar más en su vertiginosa corriente.
                     Me asegura  Aben  Comisa —y no me extraña tanto como debiera— que el rey
               Fernando, en los primeros días del pasado septiembre, hizo correr la voz de que yo había
               sido liberado; más aún, que yo opté por aliarme con los ejércitos cristianos para ir contra el
               usurpador de mi trono,  es decir, contra mi padre.  Y añade  Aben  Comisa que, en efecto,
               numerosos granadinos afirman haberme visto junto al conde de Cabra y junto al marqués de
               Cádiz haciendo frente a las algaras organizadas por el sultán: concretamente, en el otoño
               último, por  el territorio  de  Teba y  por los alrededores de  Antequera.  Y que  cuando, en
               represalia, Ponce de León volvió a tomar Zahara yo marchaba a la cabeza de las tropas


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